Visto y Oído
John Amos
el poliedro
Al profesor catalán que daba clases en una universidad del sur se le atribuían algunas 'dislexias' que más bien eran producto de las luchas propias del bilingüe: su "se le van a caer los pelos del sombrajo" llegó a ser guasa de logias académicas. En tercero, él nos hablaba de Política Económica, es decir, de las decisiones y acciones de los gobernantes en materia de inversiones, ingresos y gastos públicos. Tengo la certeza de que si un profesor deja claros dos o tres conceptos importantes hace mucho más por sus alumnos -futuros profesionales- que quienes se empeñan en vericuetos y laberintos que obligan a memorizar fórmulas o enjaretar algoritmos semimágicos (la palabra algoritmo existía antes de las redes sociales, las cookies y la vieja del visillo universal). Aquel profesor, a primera hora de la tarde, con aire sumamente profesoral y algo machadiano, o sea, serio y bondadoso, nos dejó claro algo, a base de repetirlo una y otra vez: que la Política Económica exigía "dosis de política monetaria y dosis de política fiscal" (la ele final la acentuaba de catalanas maneras).
Pero tal política sobre todo exige sentido común. Los miembros de la UE no tienen recurso alguno a la política monetaria; por ejemplo, a devaluar la moneda nacional, que ya no existe. El BCE es el guardián del euro; hoy, el Banco de España es, permitan la humorada, el Manco de España, una institución delegada de Fráncfort, un vigilante de la banca y un centro de estudios. Por tanto, el arma económica con que cuenta el Gobierno es la política fiscal, que comprende la presupuestación de inversiones y gastos públicos, y no sólo la de los ingresos, masivamente obtenidos de los tributos directos, indirectos y especiales: IRPF e IVA suponen alrededor del 70% de la recaudación; los de las rentas empresariales (Impuesto de Sociedades), sólo entre un diez y un quince por ciento. Los llamados 'especiales' -hidrocarburos, alcohol, tabaco, los 'peajes' de la factura de electricidad- dan gran juego inmediato y sin necesidad de trámites parlamentarios al ajuste de las arcas públicas.
Esta semana, la secretaria general de Unidas Podemos y ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030, Ione Belarra, ha sido fiel a su programa y ha metido presión al Gobierno -del que forma parte, así son las cosas- para abordar una reforma fiscal, tras lograr sacar adelante la reforma laboral, recientemente aprobada en Cortes en un episodio parlamentario alucinante, si no fuera patético. Belarra ha vuelto a señalar a las "grandes fortunas" como objeto de todos los deseos de equilibrio fiscal, o sea, la obligación de cubrir los gastos con los ingresos (que es un imperativo constitucional español por obra y gracia de Angela Merkel: ¿recuerdan aquella llamada de la canciller alemana a Zapatero en 2011, en la que "llegó la comandante y mandó parar"?).
Sucede que no hay conejos en la chistera, y que aun siendo del todo justo que quien más gana en el sistema más debe revertir al mismo y más impuestos debe pagar -se llama progresividad fiscal-, la cosa no se improvisa. Las decisiones laborales y los subsidios, y no digamos la cueva del dragón de las pensiones, no hacen de recibo una política fiscal de "donde quito aquí, pongo allí". El cascabel a ese gato no se le pone así por la cara, y el gato son las grandes fortunas. La contabilidad presupuestaria creativa no debe ser objeto de buenos deseos y un afán de justicia social de urgencia. España puede -puede su Gobierno- establecer por ley una exacción más justa para cuadrar el cuadro, el macroeconómico. Pero del dicho al hecho va un gran trecho. La ministra de Hacienda -¿futura alcaldesa de Sevilla?- ha tachado de "inoportuna" la exigencia de Belarra. Dijo Churchill, que lo dijo todo: "La política hace extraños compañeros de cama".
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