La gala de la Academia del Cine se debate entre el homenaje a sus gremios, para que todos tengan sus minutos de gloria y reconocimiento, y la creación de un programa televisivo que tenga mordiente, sea de interés y, por tanto, sea un animado escaparate de la industria.

Pero estos dos conceptos se contradicen. Para hacer un contenido con ritmo con el que los espectadores se sientan atrapados e incluso implicados ha de aligerarse el besuqueo y los discursos de tanta gente que, reconozcamos, a la mayoría le es indiferente. Los valles dedicados a los agradecimientos de los ganadores de los cortometrajes (esos discursos llegan a ser más largos que los propios cortos), documentales y otras categorías menores vienen a lastrar y mantener la temperatura fría a un programa más largo que cualquier otra gala del prime. A ello se le suman guiones perezosos y presupuestos limitados para el calibre de evento con el que sueñan Academia y TVE.

La audiencia va a seguir interesada en los Goya por los años venideros, sus cifras siguen estando muy por encima de cualquier otro acontecimiento similar en nuestro país, pero para seguir en este listón que ronde los 4 millones de espectadores tiene que mejorar y aligerar. Hay categorías que pueden abreviar por completo la entrega y avivar la intriga en los premios de envergadura. Aumentar la música, el espectáculo, el homenaje, la fabricación de emociones, y unos conductores del estilo de Andreu y Silvia (o de los camuflados Sevilla y Reyes, sabedores de su desastre de hace unos años) con guiones que no recurran a los tópicos, que se dirijan al gag de la sorpresa, in situ o grabado, con guiños al estilo de Jorge Sanz.

Al final, al margen del palmarés y algunas palabras que puedan brillar, lo que queda para la memoria son los momentos de calidad, interpretaciones sublimes como las de Alborán y Amaia o los minutos como los del in memoriam, de lo mejor de esta gala junto a la propia Málaga, aunque al detalle el Marín Carpena pareciera provisional. Y Pepa, pese a todo, debió ir.

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