Ya de vuelta a la rutina, al ritmo de antes donde todo sucede de nuevo en una manera automatizada, sintiéndome sometida y obligada a volver a entrar en el sistema estructurado, el cual, aunque no llega a ahogar del todo e inconsciente de sí mismo, vuelve a delimitar y marcar unos confines rígidos a los que es difícil volver a amoldarse.

El viajar largo tiempo por el mundo te hace flexible, orgánico, hace expandir y crecer tanto tus células como tu mente y tu conciencia aprendiendo cada vez más y acrecentado tu propia cultura, la cual no significa horas de estudio y conocimiento, sino experiencias, experiencias de vida reales que te enriquecen profundamente y van marcando tu alma y tu piel a través de tatuajes y cicatrices, quizá invisibles para los demás, pero muy evidentes y claras para uno mismo, que delinean y dibujan tu cuerpo y todo tu ser cada vez que vas interactuando con otros seres de otras etnias, de otros idiomas, con otras gastronomías, con otras creencias y religiones, y te encuentras ante circunstancias y situaciones no vividas anteriormente.

Y en tu camino, sutilmente, te vas empapando profundamente de la humanidad de la India, de la servicialidad de Tailandia, de la inocencia que aún se puede llegar a encontrar entre las gentes de Indonesia, y terminas embriagado y amas todo lo que ves y lo que respiras hasta que finalmente un día tienes que volver, a lo de antes, a lo de siempre y pretendes encajar de nuevo en esa pieza de puzle que dejaste cuando te fuiste, y te das cuenta a tu regreso, que eso es imposible, que la sociedad e incluso una parte de ti mismo te exige volver a encajar, pero muy dentro de ti sabes que eso no puede ser porque ya no eres ese tú, ya no encajas en ese espacio porque el que se fue dejando esa huella, se marchó y ya nunca volverá.

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