Análisis

Felipe Ortuno M.

La identidad perdida de España

No sé si por el suelo, la raza o el carácter, pero fuimos (ya no) una nación asombrosa en todos los aspectos, lo mismo en la guerra que en la paz. Roma se fijó en nosotros y fue anexionando al imperio toda la riqueza, que hasta entonces había existido, desperdigada y ausente, en las tribus y las ciudades independientes, cuando no teníamos conciencia ni sentimiento de nación.

Ninguna ciudad se preocupaba por la otra, permanecían impasibles ante los triunfos o ruinas de sus vecinos. Eran selváticos en su independencia y feroces para con sus colindantes, y lo mismo me da que diga Numancia que Sagunto, por mucho que resistieran o se autoaniquilaran heroicamente. Tuvo que venir Roma a unir tanta diseminación de tribus independientes para reorganizar la desbandada peninsular y poner leyes y civismo en el atraso de las costumbres aldeanas y paleolíticas. No me imagino a los Autrigones mandando legados a pactar una moneda común, tampoco un trueque, con los Layetanos, ni siquiera a éstos con los Ausetanos, tan próximos geográficamente y tan lejanos entre sí, como lo pudieran estar los Túrdulos de los Bastetanos. Los Galaicos, por un lado, los Celtíberos por otro, y así desde Cantabria hasta Turdetania, todo lleno de hitos y mojones, cada cual a lo suyo y sin, ni siquiera, un mismo dios que los amparara a todos; salvo los verracos, que, por lo visto, están exhumando ahora en casi todas las excavaciones arqueológicas de esta tierra de conejos.

¿Qué se deduce de esta historia? Que tuvo Roma que poner orden de un extremo a otro y enlazar los territorios con vías militares, que fueron luego de comercio y cultura común. Sacudieron las liendres de tantos siglos y pusieron canalizaciones de higiene mental y progreso razonable. De este modo le debemos, al habla de Marco Tulio y los hexámetros virgilianos, un primer elemento de unidad en la lengua, el arte y el derecho. Tuvo luego que venir la unidad profunda en las creencias, que es como un pueblo adquiere vida propia y conciencia unánime, puesto que sin creencias no hay institución que resista los avatares ni los rigores del tiempo. Así que, con el mismo Dios, 'unidos por el cíngulo de una misma fe', se hizo grande y fuerte como nación, y pudo, de este modo, afrontar con arrojo y aliento el torrente de los siglos venideros. Esta unidad se la dio a España el cristianismo; y fue la Iglesia quien amamantó en sus pechos a tantos héroes que supieron trascender con sus vidas arrojadas tantas hazañas, contribuyendo así a la forja de esta gran nación. Desde Santiago y los primeros siete varones apostólicos, el diácono Lorenzo, la vírgenes Eulalia y Engracia, innumerables mártires; sabios civilizadores de los suevos que hicieron de los visigodos una nación fuerte; desde quien escribió las Etimologías (bastante más importante que una Wikipedia de hoy) hasta los concilios más universales de la época. Desde los restauradores del norte, que con la cruz infundieran tanta fortaleza, a los mártires cordobeses, Eulogio y Álvaro, hasta Alfonso VIII…y todos cuantos vestigios hay desparramados por este territorio español de lo que fue nuestra fe, lo que hizo y de cuánto le debemos. Si desde la Edad Media nos consideramos unos, fue por ser cristianos, a pesar de las aberraciones parciales, que la hubo, y de tantos desertores y muladíes, que nos tuvieron en ascuas hasta bien entrado el siglo quince.

Es verdad que el concepto de patria viene del Renacimiento; pero es la fe y la Iglesia, quienes, desde el principio, mantienen los pilares de un mismo sentir en toda esta imposible e ingobernable península de detractores y trapaceros; y por si eso no bastara, quiso romper los linderos del mundo con nuevas tierras y rodear la imposible bola terráquea, venciendo a Adamastor, 'hasta más allá del cabo de las Tormentas, hasta el Ganges, el nacimiento mismo del sol, allá donde se encuentra el tálamo mismo de la aurora'. Ni Hiparco ni Tolomeo soñaron con un nuevo y maravilloso hemisferio, ni con el brillo de tales estrellas. Esta fue España, la nación capaz de romper muros y descubrir mares, de llegar a lo imposible, moviendo montañas con la fuerza de su fe. ¿Qué hubiera sido de occidente sin Lepanto? ¿Qué sin Trento? ¿Qué sin la Evangelización? Probablemente lo que le espera ahora, entregada a la molicie de su deserción y consumida, en cuerpo y alma, por el escepticismo absurdo y liberticida, cediendo al cantonalismo y a las taifas emergentes, que es como regresar al tribalismo arévaco, destructor de nuestra propia identidad. Sólo me queda concluir con lo que Menéndez Pelayo expresa en el Epílogo de la monumental Historia de los heterodoxos españoles: 'Todo lo malo, todo lo anárquico, todo lo desbocado de nuestro carácter se conserva ileso, y sale a la superficie cada día con más pujanza. Todo elemento de fuerza intelectual se pierde en infecunda soledad o sólo aprovecha para el mal. No nos queda ni ciencia indígena, ni política nacional, ni, a duras penas, arte y literatura propia. Cuanto hacemos es remedo y trasunto débil de lo que en otras partes vemos aclamado'

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