No pueden sentir las estatuas el estado de alarma. Sólo ellas han quedado en pie a todas horas, de día y de noche, dispensadas de interrogatorios y exentas de sanciones. Los inmortales pueden tomar libremente las calles y las plazas de Sevilla (como de cualquier otra ciudad andaluza) Nadie los confina ni corren el peligro de ser abatidos en esta guerra que ha hecho de cada casa un cuartel y de cada hogar una fortaleza que levanta murallas con almenas.

La ciudad va escribiendo su historia, esta historia extraña de aire peligroso sin primavera, de aroma de azahar desconcertado que se hubiera perdido por los caminos de la brisa. Atiende a su dura crónica diaria de cuentas de rosario en misterios dolorosos, mientras los inmortales permanecen inamovibles fuera del tiempo, mirándonos como Cayetana entre las flores del Cristina o María Luisa junto a los antiguos arriates de San Telmo. Otros persisten en la estampa inmóvil de sus leyendas, como Pepe Luis a punto de desplegar su capote frente a La Maestranza, o don Juan seductor en la Plaza de los Refinadores. Murillo está solemne ante el Museo donde iba a diario Juan Miguel para dejar no acabado el cuadro de la Triniá.

Velázquez, Daoiz, Manolo Caracol, la Niña de los Peines, Pastora Imperio, San Fernando, Manolo Vázquez, Antonio Machín, Bécquer, Juan de Mesa, Niño Ricardo, Martínez Montañés… Todos están ya en la historia de Sevilla mientras Sevilla sigue escribiendo su historia, esa que ahora pasa por este estado de alerta en el que sólo van a dejar que en Semana Santa sea Pepe Peregil el único que pise su plaza, para cantar su saeta eterna de bronce, con la voz potente que rompía cristales desafiando dolores, y ahora frente a esa tasca a la que le puso el sabio nombre que le agradece para siempre esta Sevilla que sufre: "Quitapesares".

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