La política exterior no ha sido uno de los fuertes del Ejecutivo de Sánchez. Muchos pensarán que la interior -la que nos afecta de verdad- tampoco. En el balance general de un Gobierno, una no puede entenderse sin la otra. El Presidente tuvo la oportunidad de marcar su agenda exterior en tres escenarios posibles: el primero, romper con el inane gobierno de Rajoy y desmarcarse de la desastrosa línea de los años de Zapatero, que nos enemistó con todas las potencias occidentales y se alineó con dictaduras a uno y otro lado del hemisferio; la segunda, recuperar el trabajo hecho por los Gobiernos de González y Aznar que con estrategia diversa quisieron poner a España en el mapa de los que cuentan en el centro de poder internacional; y la tercera, marcar una agenda de transición entre ambas en un ejercicio de equilibrismo entre lo sectaria de la primera y la ardua tarea de recomposición de la segunda. Ni una ni otras. Contra pronóstico la hemos empeorado aún más dejando a nuestro país inmerso en la más absoluta irrelevancia y con heridas que al mas juicioso de los gobernantes le costará años sanar. Nos hacemos más amigos si cabe de las dictaduras latinas apoyando sus perversas agendas que pretenden acabar con los exiguos restos de democracia en la región; enfadamos a Argelia -socio estratégico- a la que tardaremos años en pagar la factura del desplante; nos plegamos a Marruecos sin nada a cambio en medio de oscuras sospechas. En Europa no mejoramos la nota, nuestro papel es más que secundario a fuerza de ceder y mostrarnos como nación poco creíble; una Europa liderada por Francia y Alemania, de las que dependemos para sostener nuestra maltrecha economía. Hemos perdido soberanía a cambio de dependencia cuando de lo que se trataba era de compartirla en un proyecto común. Con lo que ha significado la hispanidad.

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