Ni en mis más terribles pesadillas de noche de viernes 13 apareció nunca el delirio de que mi pueblo, con el Ayuntamiento democrático y su alcaldesa a la cabeza, estuviera en el siglo XXI luchando por convertirse en un referente nacional de la celebración de Halloween, esa fiesta de nombre impronunciable incluso para los que se pondrán la careta de payaso asesino a finales de este mes.

Ya que en estos días, inspirado por no se sabe qué emanaciones infernales, alguien ha propuesto cambiar el nombre de San Fernando porque lo monárquico produce urticaria (y hay que admitir que algunos reyes dan picores grandes), no me extrañaría si otro ocurrente, esta vez dentro del equipo de gobierno, abundara en el despropósito proponiendo cambiar el nombre a la calle Real por el de Elm Street. Y que ya puestos, convocara una gran asamblea popular en la plaza del Rey de las Moscas para nombrar esta ciudad terrorífica con el estremecedor y divertido rótulo de San Freddy Krueger y que el simbólico lugar donde nació la libertad constitucional pasara a llamarse Teatro de los Cortes. Algún otro, llevado por su afán de acabar con los santos, quizá sugiera que el lugar donde vivimos se conozca a partir de ahora oficialmente como La Isla del Doctor Moreau, y así podríamos seguir diciéndole La Isla sin perder el casticismo. No sé, no sé, me inclino más por esta opción.

En qué momento este lugar que tanto amamos dio el giro radical de acudir medio arreglaítos a los mercados a comprar los tosantos a vestirse de monstruos en familia, como si todos nos apellidáramos Addams, es algo que los historiadores y sociólogos tendrán que estudiar en el futuro y cuyas conclusiones a mí me gustaría leer. De momento, espero que tras esta semana en la que el Excelentísimo Asustamiento convertirá la calle en un largo túnel del tren de los escobazos, alguien termine explicándome qué demonios quiere decir eso de "truco o trato".

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