Cuando oigo a algunos afirmar contundentes que su escuela ha sido la calle, me gusta pensar que es en los autobuses donde lo han aprendido todo. Aunque no exactamente en esas líneas plagadas de hormonas estudiantiles que desde bien temprano presumen de sus saberes camino a la Universidad. Ahí oirán nombrar a Nietzsche, las características del neoliberalismo y los puntos en común de los autores de la Generación del 27. Pero nada más. De puntillas y sin profundizar, se abordarán todos los campos que los jóvenes pasajeros tengan en sus conocimientos. Más como acto de exhibicionismo cultural que el simple hecho de hablar por hablar. Por eso, prefiero los autobuses de barrio, como el que cojo cada mañana para ir a trabajar.

El transporte público siempre es una especie de templo sagrado para todo el que se dedica a escribir. Imaginar historias para sus pasajeros, estudiar comportamientos humanos y, sobre todo, aprender es algo que sólo puede regalarte el trayecto de un autobús abarrotado de personas mayores que, a diferencia de los estudiantes, nada tienen que demostrar. Alejado por completo de cualquier convencionalismo, este tipo de pasajero suele ser poco ceremonioso a la hora de entablar conversación. Suele ir sin compañía y sabe que el silencio no es tan bello como lo venden. Cualquier pequeño detalle acontecido durante el trayecto le vale para comenzar una conversación. Un frenazo brusco, un traspiés en un escalón o un viento fuerte que se cuele a través de una ventana. A partir de ese momento, el autobús se convierte en el festival de la oratoria.

Todos participan porque todos tienen algo que decir y todos aprenden algo porque, a diferencia de los debates electorales, la educación no brilla por su ausencia en este tipo de coloquios. Y, como la conversación suele seguir el curso natural de cualquier diálogo, se empieza hablando de un traspiés y se termina haciéndolo sobre arquitectura regionalista. Por eso, a veces resulta complicado bajarse del autobús cuando uno llega a su parada, porque cuando uno conoce a enciclopedias humanas necesita pegarse a ellas como si no hubiera un mañana. Porque algunos pasajeros merecen ser patrimonio de la humanidad.

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