Uno de los espectáculos más grotescos que se pueden contemplar en este mundo es una tarde de lluvia en el Real. Porque el Real es el imperio de la eterna primavera, un paraíso diseñado para el buen tiempo, ese que suele hacer en mayo.

Jamas pensamos nunca en el invierno, pero el invierno llega, aunque no quieras…

Una mañana gris, al abrazarnos, miramos por la ventana y vemos unas nubes más negras de la cuenta. No le damos importancia, y tras superar la resaca ponemos rumbo a la Feria. Una vez allí, nos reconforta ver la indumentaria que luce el público, que tampoco parece preocupado por el cambio climático. Comienza la fiesta, y poco a poco alcanzamos ese nivel en el que pocas cosas importan ya, si no es ir a pedir más fino y bailar lo que esté sonando.

Alguien propone cambiar de caseta, y, tras un largo proceso de puesta en marcha, caminamos de nuevo entre caballistas. La verdad es que todo está bastante oscuro, pero bueno…

¿Esto es una gota? No, no puede ser. Vaya, otra. ¿Otra? Oye, que está lloviendo. ¿Lloviendo? ¡Anda ya! ¿Que no?

La siguiente escena se desarrolla en la primera caseta que hemos pillado, desde la que vemos correr despavoridos a todos los que hasta hace un segundo paseaban tan tranquilos. Ellos, al galope. Ellas a paso lento, lastradas por los volantes del traje. Acaba de entrar una flamenca que parece haberse caído a la laguna de Medina. Lleva el vestido lleno de barro y la flor del pelo torcida. Hubo de ser guapa con otras condiciones atmosféricas.

Intentamos seguir la vida alegre sin importarnos la lluvia, pero el suelo empieza a anegarse. Otros zapatos a la basura. No hay dónde ir y esto empieza a abarrotarse. El calor y la humedad molestan. Con una copa de fino en la mano observamos cómo el guardia de seguridad le niega la entrada a un borracho. Insiste e insiste. Insulta al guardia. Vuelve a insistir. Al poco, el individuo ha caído al barro, y se levanta a trompicones gritando aquello de "no me echan, me voy yo".

La tarde empieza a agriarse. No hay dónde ir, salvo a bailar bajo la lluvia. Aquí ya no se cabe. Fuera diluvia y dentro empiezan unas goteras que no se sabe si serán filtraciones o sudor condensado. Entra más gente y entre empujones, empiezo a añorar otras tardes de feria de sol radiante, e incluso mi casa, una toalla y un vaso de caldo caliente.

De repente, sentimos un crujido frío y seco (bueno, húmedo). No se nos ha roto el amor, sino el toldo de la entrada, vencido por el peso del agua acumulada. Debajo había varias personas, entre ellas la flamenca que parecía que se había caído a la laguna de Medina. Ahora tiene el mismo aspecto que si hubiese acompañado a Jacques Costeau en alguna de sus aventuras. Esta sentada en una silla, y llora a la intemperie.

Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…

Si fuera un momento, pero esto no tiene pinta de parar. Pide otra media de fino, y que el Dios de la Lluvia se apiade de nosotros.

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