A la suerte no hay que darle la espalda. Aunque toda la vida sea una lotería, es difícil acertar y tener la posibilidad de llevarse premio, y más cuando las tradiciones acaban con la inocencia. Si no, que se lo pregunten a los pobres pavos que esperan la noche de Navidad con la mosca detrás de la oreja o a los salmones que andan nadando rio arriba intentando escapar de las vírgenes de los villancicos. El azar y lo azaroso de la vida anda de movida por todos lados porque andamos perdidos en busca de respuestas por lo que suele pasar que un décimo de lotería se convierte en el palo ardiendo al que agarrarse en las horas previas de un juego multicolor en el que participamos a ciegas y con más ilusión que razón.

Posteriormente a la descarga de adrenalina, según haya ido el sorteo, volvemos a la realidad cotidiana para hacer que lo mundano nos llene de felicidad y volvamos a rebuscar en el cajón de los sueños perdidos las papeletas de un próximo motivo para ilusionarse. Mientras, lo importante pasa a segundo plano. Son tiempos difíciles para la lírica en los que aceptamos que se nos vayan los cantautores que nos han enseñado a vivir, que nuestros perros estén mejor cuidados que nuestros abuelos, que las madres solteras anden por los bulevares de la ansiedad más perentoria o que muchos de nuestros hijos vivan la desazón de un futuro incierto.

Menos mal que los mundiales de fútbol y las zambombas asanferminadas alcanzan a ser los verdaderos motores ilusorios para tapar miserias con las que definir a una sociedad tergiversada y empobrecida gracias a las desviaciones sustanciales que nosotros mismos nos proponemos. Jugar a la ruleta rusa a diario es peligroso. Aceptar lo lúdico como prioritario es una posibilidad. Llevar a la condición de decreto ley todo lo que se parezca a la suerte, una imbecilidad.

Es más, la Navidad lleva, desde la edad media y desde que los evangelios apócrifos fuesen desterrados, haciendo del solsticio de invierno una auténtica oda a la bienvenida y a la llegada de verdades encubiertas para, de manera ritual, hacernos creer que somos hijos de la razón y de la evidencia antropológica, sin escatimar luces de colores, árboles de lámparas led o guirnaldas digitales. Con tanto engaño, así siempre toca.

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