Análisis

rogelio rodríguez

Marchena honra el Estado que otros degradan

El juez ha simbolizado la potestad constitucional ajustándose en todo momento a derecho

Edificante el Tribunal Supremo e impecable el juez Manuel Marchena como presidente de la Sala de lo Penal que, durante cuatro meses, ha juzgado a los políticos presos por su liderazgo en el proceso independentista catalán. A la espera de la sentencia, que casi con plena certeza sosegará a los constitucionalistas, irritará al redil golpista y disgustará a la Abogacía del Gobierno, la Justicia ha recuperado gran parte del crédito -vital en el sistema democrático- que había perdido a causa de la onerosa dependencia política de sus órganos de gobierno y por la sumisión de señalados sectores judiciales a los intereses de los principales partidos. Marchena, junto a los otros seis magistrados del tribunal, ha simbolizado la potestad constitucional ajustándose en todo momento a derecho, con ecuánime firmeza, pero también con laudable flexibilidad. En tiempos de tanta precariedad institucional y pobreza intelectual, reconforta comprobar la solidez de uno de los tres poderes del Estado, al menos cuando intervienen personas como el citado juez.

Contrasta este reconocimiento, unánime en los ámbitos adscritos a la Carta Magna, con la cutre teatralidad de una clase política que canjea presidencias, alcaldías y consejerías en un ejercicio de fariseísmo, en numerosos casos desleal con sus votantes, que habría sobresaltado al profeta Isaías, bíblico denunciante de la hipocresía. Todos los partidos, sin excepción, han sobrepasado la raya roja del repertorio político y encarroñado la tradicional salubridad del pacto. No se negocia para servir, para confluir compromisos que figuran en programas más o menos paralelos, sino para distribuirse el poder municipal, autonómico y estatal, aunque eso conlleve renuncias indecentes y asumir postulados que hace sólo cuatro días eran motivo de graves acusaciones. Los grupos minoritarios, la mayoría de talante radical, practican el chantaje cuando su apoyo es imprescindible -decía el ya desaparecido ex ministro socialista Fernando Morán que las generaciones se definen por las conductas de su minorías-, y a los partidos mayoritarios les falta grandeza para consensuar reformas que regeneren el tejido social y económico y recuperen la credibilidad en las instituciones.

Basta un rápido recorrido por la amalgama de pactos que han cristalizado o están a punto de hacerlo para predecir que esta legislatura se adentra en la noche sin luna. Madrid, Barcelona, Ceuta, Burgos, Murcia, Castilla y León… y tantas otras reflejan la trivialidad de nuestros representantes y la inoperancia de un sistema electoral ya caduco. El peligro es tangible. Lo percibe el presidente Sánchez, que, con su acreditada osadía, ha lanzado la amenaza de convocar nuevas elecciones, sabiendo que al PSOE tampoco le interesan. Sánchez resistirá, parapetado -no le queda otra- en la suicida cooperación de Podemos y la abstención coyuntural de los independentistas de ERC. Y resistirán cuantos tocan poder. Ahí está Ciudadanos, formando parte del paisaje que tanto criticaba. Tácito, el historiador romano, lo expresó con lucidez: "Para quienes ambicionan el poder no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio". Lo malo es cuando al precipicio va todo un país.

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