Hila fino el Gobierno al derogar la Ley de Memoria Histórica y sustituirla por la de Memoria Democrática, engendro que se revelará más letal y perverso. Tiene su lógica. Apoderados por fin de la Historia tras décadas de control en las aulas y los medios, nostálgicos abuelos que nunca corrieron delante de los grises y multitud de jóvenes- hijos de una Logse que les robó parte del alma- son hoy antifascistas de manual, revolucionarios 5-G, anticapitalistas con iPhone, apóstoles del revisionismo más idiota. La Memoria Histórica consagró la maldad de un extremismo -causa de todos los males patrios- y blanqueó a los genocidas de la acera de enfrente como hijos perfectos de una falsa democracia. Guernica es una masacre mientras Cabra se borra del recuerdo; se revoca con justicia las condenas de los Tribunales del Régimen pero aun rechinan las sentencias a muerte de los Tribunales Populares. Jose Antonio o Gil Robles son malos; Largo, Prieto o Pasionaria, buenos. Pemán, irredento fascista, Alberti, ursulina de la libertad. La batalla de la Historia la va ganando la propaganda en perjuicio de la verdad, que nunca es unívoca ni simple. Esta nueva Ley- ejemplo de ingeniería social- es la segunda fase de un proyecto excluyente en la que la democracia sólo es posible si el poder lo detentan los del bando bueno, la izquierda. Conservadores y liberales serán permitidos si no molestan mucho y aceptan sus dogmas. En la nueva demoKracia, la derecha será sospechosa de intransigencia, sinónimo de fascismo; los católicos, cada vez más irrelevantes, intolerantes enemigos de la modernidad; la monarquía parlamentaria, una antigualla; la separación de poderes, una broma del pasado. Para los demókratas Bildu es un interlocutor más, Rodrigo Lanzas, un mártir y los líderes de la derecha, una anormalidad del sistema. Es lo que hay.

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