Deseando que acabe una pesadilla inesperada, nos estamos acostumbrando a aceptar las consecuencias de una situación tan inaudita como novedosa. Entre el miedo a enfermar, las dudas a vacunarse y los riesgos del contacto con los demás nos estamos haciendo insensibles. Pareciera que no tuviéramos corazón ni que nos importase el modo de vida civilizado que estábamos construyendo. Nunca antes habíamos tenido que lidiar con el miura de la desconfianza en todo y todos. Quizás desde la época de los neandertales. Desde la prehistoria no había tanto instinto de supervivencia. Se mataba por comer y por vivir. A nivel personal y a nivel social. Por eso en zonas como las nuestras la gente sigue creyéndose inmune al virus o quizás evita pensar en infectarse, y en cuanto a las cosas del comer, éstas están más feas que nunca. Una ciudad que acaba apostando solo por el turismo y el ocio es el mejor ejemplo de lo que no debía haber sido y fue. La hostelería y las grandes superficies no lo es todo. Las chimeneas de ataño, las fábricas, los cascos de bodegas, los museos, la amplia gama de cines al aire libre o los café-teatros serían ahora una solución económica sin igual. El florecimiento de la pequeña agricultura, la atracción de las diferentes vías verdes, la amplia demanda de casas rurales, los paseos al aire libre por la ribera del Guadalete o por las playas son el mejor tesoro que nos deja esta situación, aunque maquillada, de manera exponencial, por la falta de planificación y de inversión para integrarlas en un mundo más sostenible. Lo urbano tiene ahora el hándicap del miedo y la enorme distancia abierta entre las ciudades y la naturaleza para poder responder a los intereses de ciudadanos a la caza y captura de una vida saludable es, en este momento, una de las apuestas de futuro más importantes. La ciudad como entelequia tiene que reinventarse. Aprendiendo de los errores y con las miras puestas en las nuevas generaciones. Porque si no es así, poco futuro tiene.

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