Análisis

rogelio rodríguez

El PSOE pierde su honor en Navarra

Sánchez conduce por caminos impropios del socialismo tradicional, manda sin contestación

En los bancales de la política no florece el honor. Los partidos han desechado la semilla del diálogo y el Parlamento se ha convertido en un lugar infecundo, donde unos cultivan la codicia, el oprobio o el tancredismo, y, otros, la mala hierba de la traición a los órganos constitucionales. Los líderes compiten en la máxima napoleónica de nunca retrocedas, nunca te retractes y nunca admitas un error, con un resultado lamentable y amenazante: los políticos se han convertido en el segundo gran problema del país, detrás del paro, según el sentir ciudadano. Decía Eduardo Punset, recientemente desaparecido, que "hasta las bacterias funcionan por consenso, o no funcionan".

El poder Legislativo se ulcera en la inacción y la afrenta, a la espera de concluir en nuevos comicios o en la traumática elección de otro Ejecutivo nada fiable, dada su obligada dependencia de fuerzas enemigas del sistema. Los secesionistas no cejan en profanar el santuario de la legalidad, y los populistas que capitanea Pablo Iglesias abocarán al candidato socialista a la sumisión, al engaño o al imprevisible quirófano electoral. Todos, a izquierda y derecha, tienen su cuota de culpa, pero el PSOE ha carbonizado en Navarra el último ramalazo de optimismo constitucionalista. Aceptar el poder a pachas con nacionalistas convictos y en connivencia con los filoetarras de Bildu representa una ignominiosa conjura contra la encomiable historia democrática del partido.

Por una yema de poder, el PSOE se aviene con los que condecoran a los que durante décadas vistieron a España de luto; con los que dicen con hiel en los labios que "la Constitución fue un pacto basado en la impunidad contra el franquismo"; con los que, en palabras de su portavoz en el Congreso, Mertxe Aizpurúa, afirman con tripas de acero que su abstención "no es un cheque en blanco sino que busca responder a problemas estructurales del Estado". Y ha bastado un sórdido botón para que el aparato de Ferraz renegara en Navarra de lo que exige para gobernar España: respetar la lista más votada.

El PSOE ha dinamitado los puentes que le unían a los otros partidos constitucionalistas, aun a sabiendas de que no podrá formar un Gobierno estable. Ha colmado de incontestables razones al PP y ha dado a Rivera las que Rivera no parecía tener. El Gobierno de izquierdas sólo es posible con el fétido chantaje de los grupos independentistas y el apoyo, por cooperación o coalición, de un partido populista, extremista, antieuropeísta y fraccionado, lo que conlleva poner en el blanco el régimen de 1978.

Pedro Sánchez conduce por caminos impropios del socialismo tradicional, manda sin contestación en el PSOE de hoy y en el que queda de ayer impera un silencio cómplice. Transigen los críticos. Calla Felipe González, enmudecen los otrora poderosos barones, como José Bono o Rodríguez Ibarra, y sólo Alfonso Guerra, desde su relajado retiro, osa de vez en cuando denunciar el desvarío del partido en el que durante tantos años ejerció grandes poderes con indudable sentido de Estado. Cuesta creerlo, a pesar de tanta evidencia.

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