La Sacristía del Arte
“Con Oro de Ofir”:
Desde la espadaña
Como en todos los conflictos, aquí mueren justos por pecadores; mientras, siguen las negociaciones, las claudicaciones y el acorralamiento. Entre tanto, la justicia y la equidad son esquilmadas por el más fuerte, que negocia, sin escrúpulos, con el amenazante botón nuclear. La deshumanización alcanza cada día más el paroxismo inconcebible de la reciente historia que nos vuelve a poner cara a cara frente a la muerte. Europa, que diluyó los principios morales en aras de una liberalidad confusa, se encuentra ahora acorralada por su propia indefinición, hasta permitir que el embrutecimiento de sus enemigos se adueñe de la legítima defensa de un país. Es verdad que hay una ejemplar inclinación a la solidaridad en los ciudadanos, que, sacudidos en el corazón, y a título individual, han querido movilizarse, para mitigar en algo la conciencia social que nos imputa. Vaya, pues, desde aquí mi solidaridad y adhesión sincera a todos cuantos han hecho posible la acogida de refugiados, y a tanto que aún queda por hacerse.
Pero lo que realmente me lleva a la reflexión está en el intento de explicar la contradicción de este ser humano, arcaico y violento, que, lo mismo que realiza una epopeya, es capaz de provocar la peor desolación. Creo profundamente que es la bondad de los hombres con principios, la que, por encima de las guerras, ha construido la civilización; y ha sido la maldad la que, a su vez, ha ido deslindando el camino de los criterios hasta llegar al discernimiento de una historia mejor. Maldad y bondad, que han caminado juntas y han conseguido, entre la vida y la muerte, llegar a lo que ahora somos; o podemos llegar, todavía, a dejar de ser. He ahí la batalla en la que nos encontramos, montados en el caballo apocalíptico al que no dejamos de espolear. Las heridas de una guerra son demasiado profundas, y qué triste que sea la violencia el último recurso necesario para que la justicia hable y pueda dejarse oír.
Qué lástima que la historia de la humanidad, tan llena de contradicciones y escarmientos, no acabe de enseñarnos del todo que lo único que verdaderamente merece la pena mora en la consecución de fines buenos, éticos y humanizadores. No acabamos de entenderlo. El adelanto de la ciencia y la tecnología, admirablemente conseguido, se está utilizando para el mal y la violencia. Incluso no falta quien defiende la hipótesis maquiavélica de provocar grandes conflictos para progresar en ciencia, o justificar aquellos avances que deontológicamente, de otro modo, serían inaceptables; no les falta razón; aunque no pueda estar de acuerdo con ese principio, que conseguiría llevarnos, en un silogismo absurdo, a la justificación de la necesidad de la guerra para la provocación de progresos insospechados (acaso retrocesos). Una locura.
Es imprescindible un marco ético que sostenga cualquier sistema de gobierno, porque ninguno está exento de llevarnos a una atrocidad. Cualquier día de estos, un poné, podríamos ver en el parlamento, como representantes democráticos, a los asesinos; o contemplar cómo las víctimas son arrinconadas por la sociedad, cuando no tachadas de extremistas, fascistas o antidemocráticas. A eso yo le llamo la perversión de la política, que comienza con la perversión del lenguaje. Una patología que se desarrolla en las sociedades liberales que, acomplejadas, no han sabido solventar con principios claros y contundentes las heridas provocadas por el odio y el fanatismo; una especie de síndrome de Estocolmo, en el que la víctima termina justificando al malhechor.
Afortunadamente no faltarán héroes que se revelen contra la perversión del sistema injusto, como siempre los ha habido, aunque fueran aplastados por la trituradora perversa del sistema opresor. Véanse a Maximiliano Kolbe, a los 'justos entre las naciones', como Ángel Sanz Briz, embajador de España en Hungría durante la dominación nazi, José Ruiz Santaella en la embajada de Berlín, Sebastián Romero Radigales, cónsul de España en Atenas, Eduardo Propper de Castejón, secretario de la embajada española en París; que arriesgaron sus vidas para salvar a cientos de judíos del exterminio nazi. Hoy también habría que enumerar a ese ingente número de héroes anónimos dispuestos a arriesgar sus vidas frente a la brutal violencia con la que los oligarcas rusos están masacrando a la población de Ucrania, que ya sufrió el Holodomor. La violencia no tiene aún la última palabra, porque un movimiento de humanidad (mi consideración al pueblo polaco), recorre las fronteras de Europa, superando, con creces, las reacciones timoratas de los partidos y de los mandatarios europeos.
Esta es la paradoja de la violencia, que, en medio de tanta maldad, surjan, en contrapartida, tantos corazones generosos, y la esperanza de que, estos héroes anónimos, puedan volver a reactivar, en la vieja y desespiritualiza Europa, su auténtico corazón con un nuevo aliento. ¿Podremos evitar que la atrocidad vuelva? Quizá, la degradación inhumana que estamos tolerando, nos ayude a pensar sobre si merece la pena tal violencia, a fecha 27 de marzo de 2022.
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