Nunca está de más recordar de dónde procedemos, quiénes son nuestros ancestros, y cuál la raíz que nos sustenta en este inmenso árbol genealógico de ramas entrelazadas. Porque la identidad siempre clarifica para dilucidar los males que nos corrompen; o las virtudes heredadas que conforman la cultura y espiritualidad que ahora tenemos. Somos culturalmente hijos del cristianismo, porque nadie como él supo recopilar tan magistralmente el genio y la tradición latina-judaica; así como los latinos, mucho antes, supieron alimentarse de lo griego. Es una cuestión de inteligencia social. Los cristianos dieron una nueva dimensión antropológica, crearon un nuevo horizonte con una moral muy superior a la establecida por Roma, tan disoluta en su declive, que como en otros imperios, coincide con la laxitud, dejadez y menosprecio de las costumbres recias y fortalecedoras. La fe en Jesús ha sido medular a la hora de interpretar esta Europa que tanto ha aportado a la humanidad en los derechos más esenciales del individuo; de lo que ahora se apropian los neoliberales racionalistas, como si nada hubiera ocurrido antes de la revolución francesa. Sin los antecedentes cristianos no entenderíamos la significación de la realidad europea, ni entenderíamos a sus pensadores (incluso anticristianos) ni su política, ni su cultura, que hoy vemos disolverse a la par que se licuan sus creencias.

Los valores tradicionales, que construyeron lo que somos, están siendo derrocados y casi perseguidos por fuerzas ideológicas negacionistas de la herencia cristiana. Todo lo que huele a "religión cristiana" es puesto en entredicho cuando no vilipendiado o hábil y sibilinamente perseguido. El silencio en la defensa cristiana es atronador en los ámbitos políticos y culturales; pareciera que todos miran para otro lado, como si de un estigma se tratara. Ser y definirse públicamente como cristiano supone aceptar la anatematización a la que hoy nos somete todo lo políticamente correcto. La amnesia de nuestra herencia cristiana atenta contra la identidad de lo que somos, como españoles y como europeos (algo así como negar la existencia del vino en la conformación de Jerez).

La trascendencia ha sido mutilada de la tradición identitaria española. El hombre se quiere desentender de Dios para quedar en el puro horizonte sensorial de los disfrutes materiales, que serán satisfechos por el papá Estado, que con su poder omnímodo pretenderá, también, encauzar tanto el pensamiento como el espíritu de los individuos. Perdemos la identidad por el pesebre, aunque este nos deje a los pies de los caballos de colores. La verdadera historia de lo que somos se ha manipulado y distorsionado hasta el punto de acusarla de haber sido la causa de todas las calamidades ¡demencial, querido Watson! Sospecho que hay en ello algo de decadencia. Mientras, las esencias quedarán en el ámbito de lo privado; entre tanto, lo público -políticamente correcto- intentará la agnóstica y racional cruzada de desnudar todo lo que hasta ahora nos había constituido y referenciado de nuestro ser.

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