El parqué
Álvaro Romero
Pequeñas subidas
Desde la espadaña
La peregrinación, o el camino, que tanto da, se ha convertido en una alegoría de la vida; y da lo mismo que sea uno creyente o no, la vida es camino y en él reside la estancia, donde te encuentras con Dios, contigo mismo, o con la nada. Los peregrinos buscan su destino en el horizonte de cada jornada, porque en el camino se vive el todo: la oración del rengue, la copa con amigos, el canto alegre y la mano de la amada. Es el itinerario vital que cualquier ser humano ha de recorrer para hallarse y vivirse, quizá para quedarse en él como morada y descargar el cuerpo de tanto como hay que deshacerse, y andar así ‘ligero de equipaje’. ¿No es acaso el camino el lugar de lo imprescindible?
El itinerario del peregrino es bello: le acompaña el paisaje, el aroma de los pinos, la dulce compañía de los amigos; pero es arduo a la vez. Detrás de la fascinación que ofrece hay cansancio y extenuación, espinoso cuando el dolor se hace físico o, quién sabe, se torna espiritual. También en el trayecto aparece la debilidad, ese enflaquecimiento interior que, sin saber cómo, brota del mismo corazón para dejarte tirado en la inmensidad de los pinares o ante el sol abrasador de las dunas de tu desierto interior.
Es tan placentero como peligroso adentrarse en él, por las contradicciones que soporta, por cuanto te revela de ti mismo, si es que tenías oscuros propósitos sin reconocer, por lo que te delata, si quieres ser auténtico peregrino. Lugar de propósitos y de no menos recuerdos, añoranzas de lo dejado y recapitulación de lo vivido. Todos los tiempos se acumulan en el trabajoso andar por los senderos y las arenas: la mente vuela, la oración acompasa la respiración mientras el irrespirable polvo dificulta el seguimiento del simpecado. Se hace secuencia de aconteceres, como la vida misma, como es el camino, pleno de vivencias encaminadas a cumplir con el deseo bendito de contemplar a la Reina de las Marismas.
Entre tanto, la medalla va golpeando, a cada paso, el corazón del peregrino. No se necesita más, de vez en cuando un beso al cielo y agachar la cabeza para seguir, seguir con esperanza las roderas que van dejando las carretas. Cada día es una meta conseguida, una satisfacción alcanzada, un misterio vivido y un prepararse para mañana. Como la vida misma, que no sabe lo que deparará cada jornada.
Peregrinar significa encontrarse con uno mismo en la novedad de su presente, por muchos caminos que haya hecho, es volver a empezar, sin más apoyo que la voluntad, el camino verdadero; todo lo anterior no vale nada, queda obsoleto, cuando se comienza a andar a la intemperie, a merced del sol, de la lluvia o el frío, todo adquiere una nueva identidad que supone contrastar la vida con el siempre sorpresivo amanecer. El camino aúna a quienes lo hacen, más allá de títulos, avales o reconocimientos sociales; aquí sólo hay un cielo que cobija y un destino a donde ir, lo demás sobra, porque el camino obliga a ir desnudo, sin letreros luminosos y sin accesorios sociales; cada cual va con la mochila de ser uno mismo y sin más apoyo que el compañero que camina junto a ti.
Lo único importante es marchar hacia adelante, atento a cada paso, a cada nuevo descubrimiento, que va conduciendo a una nueva comprensión de la vida, mientras la meta final va dibujando un horizonte de ilusión renovada. Es entonces cuando el mismo camino se convierte también en meta, y no hay otra meta que el camino mismo. En el Camino, en el aquí y ahora, en cada aquí y ahora del Camino, se dan cita la Verdad y la Vida.
Todo peregrino, ya sea palmero, romero o jacobeo, ya vaya a la Meca o Benarés, se despoja de sí mismo, difumina las fronteras divisorias y recobra la frescura en las relaciones humanas. El amor solidario sale a su paso, lo invade y lo inunda, y una ola de hospitalidad insospechada cubre con su manto los sentimientos de la humanidad peregrina, de la sensibilidad recobrada, como si lo más auténtico de uno mismo aflorase incontenible y espontáneamente. Dios mismo sale al encuentro, desvelando su verdadera identidad de hombre, haciéndose él mismo peregrino con nosotros.
Gracias a esta incomparable peregrinación al Rocío, nos podemos sentir todos invitados al camino, a comenzar de nuevo la vida con integridad, a recuperar la altura de nuestra dignidad como seres humanos para crear relaciones sociales más justas, solidarias y fraternas. Ese es el camino, en eso consiste el peregrinaje: realizar la bella aventura de volverse uno a encontrar consigo mismo, con los demás y con Dios. Que ahora cada cual configure su historia personal, llena de aciertos y errores, pergeñe el sendero que quiera y disfrute de una oportunidad inmejorable para sopesar la vida, vivir la fiesta y resplandecer en el encuentro con la Madre de la Marismas Eternas. `Caminante no hay camino, se hace camino al andar…’ .
¡Buen embarque! Cruzad el Guadalquivir y que el sol resplandezca en el coto de vuestros corazones peregrinos. ¡Viva la Virgen del Rocío!
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