Antes de venir a Andalucía consideraba que la siesta era un signo de vagueo. A él, procedente del norte que está al norte de España, eso de echarse a dormir tras reposar el almuerzo se le asemejaba a una especie de monumento a la vagancia. "Con la de cosas que se pueden hacer", decía. Todo ello, unido a los típicos tópicos en torno a los andaluces, le dejaban en la cara esa sonrisa torcida de los sabelotodos que postulan desde la lejanía lo que no han conocido en la cercanía. Hételo ahora por estos lares. Buscando la sombra en cada calle y rogando a los amigos que, para almorzar, mejor hacerlo en el hotel o en algún restaurante cercano. Quiere fresco, que el cuerpo se recupere de los paseos mañaneros y abrir los ojuelos cuando el sol empiece a declinar en su reinado. Ahora, Gorka, entiende por qué los mexicanos de los chistes dormitaban a la sombra del cactus y los cocheros son capaces de despatarrarse en un banco a la sombra del palmeral. Al abrir los ojos no tiene más remedio que confesar y, cariacontecido, golpear su pecho tres veces con el puño derecho en señal de contrición.

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