En sus dos décadas largas de existencia el Festival de Jerez se ha revelado como un evento de especial significación en el ciclo vital de la ciudad. Más allá del acicate que supone para la economía local y del gran dinamismo cultural, artístico y creativo que imprime a la ciudad su alcance se extiende al plano simbólico, a la tríada sobre la que pivota la construcción identitaria local -flamenco, vino y caballos-.

Como era lógico se capitalizó la histórica vinculación de la ciudad con el Flamenco cuando se creó el evento pero también es cierto que desde prácticamente los inicios el sherry y posteriormente la cultura ecuestre han tenido una presencia destacada en la imagen de ciudad que este proyecto cultural crea y difunde. De esta manera, la funcionalidad de estos tres referentes simbólicos a la hora de articular un discurso ilusoriamente integrador con el que la sociedad local se identifique y sea identificada se condensa y muestra renovada cada año durante su celebración. Pero conviene observar que este certamen artístico también viene a plantear cuestionamientos y reformulaciones del constructo identitario aludido. Durante estas dos semanas se evidencia la relación paradójica, y a la vez complementaria, que se establece entre el Flamenco como marcador de la identidad local - construido principalmente en torno al cante, apegado al terruño, de fuerte componente familiar y étnico, íntimo y de pequeños espacios, con roles de género muy marcados…- y como referente de una identidad globalizada -más centrado en el baile, con intérpretes internacionales, de teatros y espacios públicos, donde los roles y modelos de género tradicionales son con frecuencia cuestionados…-. Glocalización made in Jerez, paradojas que nutren y benefician a Jerez y a su Festival y le insuflan dinamismo y vitalidad a un Flamenco que, como dice Gerardo Núñez, cada vez nos pertenece menos.

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