Cáliz y águila. El primero, alusión al vino envenenado de su fallido martirio, sostenido con una refinada pose que contrasta con el vigor anatómico de las manos. El segundo, símbolo que lo identifica con uno de los cuatro evangelistas, se retuerce a los pies como con asombro ante tal sortilegio. Los atributos que suelen portar las imágenes del discípulo predilecto de Cristo aparecen juntos en una de sus más exquisitas representaciones en Jerez, aquella que compuso el apostolado de José de Arce para la Cartuja, ahora en la Catedral. Sus valores escultóricos quedan remarcados por la sinuosa contundencia del manto y la belleza de su cabeza andrógina de cabellos de modelado suave, a la vez que nervioso, tan propio de Arce. Estamos en los años treinta del siglo XVII: el barroco avanzado del escultor flamenco sacude las bases de la escultura sevillana. El tema lo vuelve a repetir el artista en el retablo mayor de San Miguel pero aquí las formas se simplifican, se busca más el efecto y la monumentalidad y se incide más en su condición de evangelista, mostrándolo en actitud de recibir la inspiración divina mientras escribe.

De una manera u otra, José de Arce se halla detrás de la interpretación que hacen los maestros barrocos posteriores de la joven figura de San Juan. En algún caso la dependencia es directa, como en su seguidor Francisco de Gálvez en la fachada principal de San Miguel. En la mayoría, sin embargo, la influencia llega tamizada a través de Pedro Roldán. Aquí hay que situar una espléndida serie de esculturas de vestir y ámbito pasionista. Dramatismo y ambigüedad en el Nazareno. Ignacio López y su teatralidad delicada en el Desconsuelo y dinámica en la Piedad. O la solvencia de los talleres jerezanos dieciochescos en el Amor o Veracruz. Todos ejemplos para recordar con la excusa de la festividad de ayer del santo.

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