La realidad y lo cotidiano acaba por bajarnos de las nubes cuando menos nos lo esperamos. Por eso el santoral es tan sabio y hace de estandarte de las casualidades en la que se basa nuestra civilización. Eso es lo que pasa cuando la cuesta de enero nos hace resoplar y acabar con los deseos esgrimidos con el nuevo año y que ahora, pasada la primera quincena, los tachamos de utópicos e inalcanzables. Nos acordamos de santa Bárbara cuando truena. Gente que va y viene sin ton ni son, que sube y baja escaleras, que dice y se desdice, que pone tuits, que retuitean, que aparecen y desaparecen de las redes sociales, que se separan y se juntan, que avanza y retrocede como si no hubiera un mañana.

Es el momento de empezar a hablar de cambios para el año venidero pero convenientemente aderezados con las discusiones leoninas de siempre, por lo que aunque estemos en contra de las injusticias todo esto no parece muy justo. Colón se queda a solas con unos cuantos y muy lejos de la Cibeles. La familia real anda buscando algún santo al que encomendarse. El recorrido de las cabalgatas da para mucho juego por aquello de hacer la carrera oficial de la magna o el circuito motero de siempre. La bendición de san Antón vuelve a suponer una oda al cambio de día por aquello de que toda concentración animaloide puede ser de riesgo por la actitud de sus dueños. Acabaremos sin entender el rompecabezas de los aledaños de San Agustín con los intereses creados de la plaza del Carbón, la dicha o desdicha de la eterna ciudad del Flamenco que cada vez presenta más papeletas para acabar por unas tristes soleares a la sombra de san Lucas o el homenaje centenario de una tal Lola que se va a parecer más a Aurora, la del rosario. Todo esto sin contar con que las miasmas andan revueltas y que se jactan de tanta inoperancia como ven entre los mortales. Si no, que se lo pregunten a las huestes de omicrones y de krakenes que nos acechan.

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