Una de las cuestiones más importantes que enseñan las Facultades de Derecho, al menos en la de hace tres décadas, es que un Estado de Derecho no se puede permitir caer en la barrabasada de acomodar el Código Penal a una persona o circunstancia concreta. Que inventar, reformar o derogar ad hoc un precepto para favorecer o perjudicar a personas con nombres y apellidos es la antesala del fin de la Democracia, como lanzarle un torpedo a su línea de flotación. En la Facultad no sólo nos ofrecieron las herramientas necesarias para alcanzar pericia profesional sino los instrumentos teóricos precisos para comprender que las reglas de juego de una democracia liberal son esenciales para la supervivencia pacífica de sociedades abiertas como la nuestra. Cuando los principios jurídicos básicos se tuercen a base de interpretaciones capciosas para asegurar una mayoría parlamentaria, es que la enfermedad no es nueva, viene gestándose hace lustros. Esto es lo que pasa con nuestra joven democracia, que no supo ni quiso poner pie en pared a tiempo. Por ello, maldita sea, vemos jueces politizados que se manchan la toga con el polvo del camino, políticos que elijen a los jueces que han de juzgar a esos políticos, independentistas que huelen la debilidad, nacionalistas que nunca se van a contentar y socialistas tocando el código penal a su conveniencia. Con esta reforma sediciosa, Puigdemont volverá a España como un héroe, Junqueras se presentará de nuevo a unas elecciones más pronto que tarde ambos convencidos que la próxima intentona no les saldrá tan cara, que su añorada "republiqueta" está cada día más cerca. Como tras el 17-O, algunos dirigentes a priori espabilados, aún no han visto que la sociedad española, aunque paciente, borreguil a menudo y adormecida no pocas veces, tiene una cosa clara, que la Nación no se toca.

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