Los semáforos son pasarelas. Créanme, lugares donde unos cruzan la calle, otros se exhiben e incluso hay quienes hacen ostentación de su condición de viandante en esa especie de surco abierto en un Mar Rojo de asfalto. Hay casos de personas que acuden a la carrera hasta el semáforo para, acto seguido, eternizarse en el cruce con el oscuro objetivo (a mí al menos me lo parece) de paralizar el tráfico con su triste figura y aprovecharse de la luz amarilla que les da prioridad. Hay quienes se encuentran en mitad de un paso de cebra y se ponen a hablar tranquilamente. Y lo hacen porque quienes se cruzan tienen destinos distintos, dos orillas de cemento a las que acercarse, y no quieren desandar lo andado para hablar con mayor tranquilidad y seguridad. Y después están los ciclistas, que aún no se han enterado de que un peatón tiene dos pies y no dos ruedas. El respeto es la base de la seguridad en el tráfico y no siempre el más fuerte es el más culpable.

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