Análisis

Gonzalo Altozano

Tía Fina

Fina no deja viudo alguno pero sí deja montones de huérfanos

La calle Larga nunca era tan larga como cuando la recorrías de su mano. "Hola, Fina". "Adiós, Fina". Y así de punta a cabo, en un no parar saludando gente. No sé si esto será causa bastante para solicitar del Ayuntamiento un homenaje, pero en el caso de así sea, y por no estropearlo, mejor callar acerca de las ideas políticas de mi tía. Sólo diré, a modo de pista, que el artículo 155 no hubiera dudado en aplicarlo en todo su rigor a los Puigdemont y compañía, no por sediciosos, no por desleales, no por golfos apandadores, sino por catetos.

Pero, insisto, no nos metamos en política, por más que contra Fina nada pueda ya la nefasta ley de memoria histórica, y centrémonos en lo que su figura -pequeña, simpatiquísima, cabezolona, reconocible de un extremo a otro de esa misma calle Larga-, en lo que su figura, digo, tuvo de marca registrada para Jerez, al mismo nivel, o eso digo yo, que la botella de Tío Pepe. Hablemos, por tanto, de otras cosas. Su afición a los toros, por ejemplo.

Es verdad que fue amiga de todos los toreros -y de algunas folclóricas-, y que ningún maletilla podrá nunca decir que Fina no le hizo sitio en su coche, de un tentadero a otro. Es verdad también que conoció a Hemingway y a Orson Welles, por los que jamás le pregunté, no fuera que con su iconoclasia habitual -"unos mamarrachos los dos", o algo por el estilo- me los descabalgara del mito. Y es verdad, en fin, que su ciclo anual lo estructuraba según la temporada taurina, empezando muchos años en Cartagena de Indias y dejándose caer siempre por Madrid en San Isidro.

Nada, en fin, que no se haya contado ya. Pero, claro, tampoco se trata de construir la croniquilla esta a partir de la dimensión doméstica de nuestra querida tía difunta, como sus imposibles siestas de transistor a todo volumen y cajetilla de Winston en la mesilla, o sus cenas en bata y camisón frente al televisor, volviéndonos a todos locos con el mando. Ir por aquí seguido podría llevarnos de vuelta, y sin solución de continuidad, a los mejores años de nuestras vidas, los de la Corredera 41 todavía en su esplendor, con su cocina vieja, su comedor asomado al patio, su piso de tío Tomás, sus balcones de Semana Santa, sus azoteas y el particular Hall of Fame con piano y bar.

¿Qué más añadir? Pues que Fina no deja viudo alguno pero sí deja montones de huérfanos, entre sobrinos carnales y postizos; que nunca hubo Reyes Magos más generosos que los que paraban en su casa; que su ingenio era el de una creativa publicitaria de Madison Avenue en la década de los sesenta; que se sabía a don Ramón de Campoamor y Campoosorio de la cruz a la fecha; y que se nos ha ido cuando ya no podía ponerse sin ayuda el mundo por montera.

¡Ah! Y añadir también que de su actual paradero tenemos certeza por la aplastante seguridad con que ella misma hablaba de su salvación -"estoy más preparada que la jaca del duque"-; todo por haber estudiado de niña en La Asunción y hecho los primeros viernes. Con que podemos concluir, sin temor a rectificación alguna, que el alma inquieta de Fina ya descansa en paz y su cuerpo de jota espera, impaciente, la gran fiesta que será la resurrección de los muertos.

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