Amodo de Tratado de Tordesillas la llamada nueva política fue ungida por el cardenal Cisneros, Jordi Évole, en noviembre de 2015, dos meses antes de las elecciones ganadas por Rajoy jugando al futbolín en casa de Bertín Osborne. En aquel Salvados donde Ciudadanos y Podemos asentaron sus intenciones firmes de alcanzar los cielos de San Jerónimo sus dos líderes porfiaron a pie de calle, en el barcelonés bar de El Tío Cuco, sin focos ni asesores, con un palillero de línea divisoria. Eran los dos representantes de la gente, dos superhéroes contra la casta, los dos líderes de la TDT de un país sin pandemias, al rojito vivo.

Apenas cinco años ha durado la nueva política en la intención de los votantes. Una nueva política vieja que se ha derretido de forma acelerada, como los nazis de En busca del arca perdida. Albert Rivera y Pablo Iglesias no se criaron en los despachos, sino en los platós. Crecieron entre debates con posiciones ventajistas y se crecían en la demagogia, la lamentación y la escaleta programada. Es fácil polemizar con acusaciones aprendidas en casa. Lo difícil es gestionar, administrar las fuerzas y sostener estrategias y esfuerzos.

Lo sencillo era debatir en el Tío Cuco y acumular audiencia fascinada, espectadores con desencanto y con ganas de resolver una anterior crisis fraguada por excesos y corrupciones. La nueva política sacaba la cabeza desde los hombros izquierdos del bipartidismo y lo que parecían brotes regenadores se convirtieron en quistes aún más tóxicos.

La política de plató ha dejado de atraer e incluso en este atolladero económico ha dejado de ser útil. Es lo que simplemente ha vertido el exigente electorado madrileño, urbanita, al que no se le puede convencer con sentimientos ramplones. Ha ganado la gestión por encima de la propaganda calculada. La nueva política, basada en la postura y el enfrentamiento, se ha desvanecido ante la realidad. A Iglesias y Rivera, cuñados de viejo cuño, sólo les quedará la tele y la tela.

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