Cuando venimos al mundo traemos una maleta llena de emociones. También tienen emociones los animales o, quizás, las tengamos los humanos por ser animales. Son respuestas espontáneas, temporales e incontrolables. Cuando somos capaces de controlar nuestras emociones, evaluarlas e interpretarlas se convierten en sentimientos.

El sentimiento reflexiona sobre la emoción y llega a conclusiones duraderas. Para que la emoción llegue a convertirse en sentimiento se requiere de experiencia y conocimiento. El amor, que puede ser solo una emoción, se tiene por uno mismo, por un perro, por la verdad o por el cocido madrileño. El sentimiento de amar y ser amado requiere de una experiencia adicional, que se puede tener o no, a lo largo de la vida. Quien no ha amado carece de este sentimiento y no se puede contar ni estudiar.

Lo mismo ocurre con el amor a los hijos. Quien no tenga hijos carecerá de un sentimiento, al que tan solo se puede llegar, tras ser madre o padre. Quien no sea padre tendrá una idea, incluso una emoción, pero no el sentimiento que produce la experiencia de traer un hijo al mundo.

Y pasa también con la amistad, que es otro sentimiento. Quién no tiene amigos, no la conoce, como quien no tiene hijos. La amistad es un sentimiento duradero e incondicional. La amistad buena que llamaba Aristóteles es la que no se basa en el provecho, ni en el placer. Tengo la suerte de tener amigos. No muchos, pero si suficientes. Amistades incondicionales y probadas en los momentos adversos. No están sometidas a provecho alguno, ni exaltadas en fiestas o romerías. Amistades forjadas en lo bueno y virtuoso de la vida. En la certeza de contar con ellos, en todo momento, con razón o sin ella.

Mi amigo Luis García Gómez me pidió que escribiera sobre la amistad y me es grata obligación. En breve, él y yo descubriremos un nuevo sentimiento. Ser abuelos. Enhorabuena.

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