Aunque parezca mentira sólo ha pasado un año desde la investidura del Gobierno de Coalición entre socialistas y comunistas, apoyados por el nacionalismo más excluyente. Conviene hacer la cuentas de la gestión, de lo prometido y olvidado, de lo que se reclamaba y ahora se calla o niega. Sin ánimos de ser exhaustivo, un año después el conjunto del país es más pobre, el desempleo se ha disparado a cifras de la última crisis, el escudo social suena a broma y el precio de la energía se disloca en el peor momento.

Los impuestos suben y no solo para los más ricos, los ingresos bajan más para los más vulnerables y las colas del hambre nos trasportan a eso que el progresismo llama la España en blanco y negro. La pandemia se ha llevado al doble de conciudadanos que el Gobierno está dispuesto a admitir, la desaprobación de su gestión ante esta anormal normalidad sobrepasa los tres tercios de la población nacional y la aseveración de "no dejarse nadie atrás" suena ya a broma macabra.

Somos de los países de la OCDE con mayor caída del PIB, el que más va a tardar de largo en recuperarse y el que más deuda debe soportar de los países de nuestro entorno.

La retórica vacía, la propaganda y las palabras huecas crean a toda velocidad y de manera preocupante desafectos del sistema, montañas de gente que piensa que la clase política es uno de los mayores problemas de la nación. Mala cosa.

La oposición anda igual de desnortada y acomplejada con giros dramáticos sobre sí mismo y hacia la nada por cálculo electoral, con escenificaciones la mar de las veces poco edificantes.

La polarización aumenta, el adversario político es ya enemigo, el relato fabricado en no sé qué despachos se impone a la débil conciencia colectiva y la libertad mengua por la autocensura. Y quedan aún tres años de Gobierno de Progreso, si no más. Madre mía.

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