Triunfa con denuedo en un amplio sector de la sociedad, la tesis de la superioridad ética de la izquierda sobre la derecha y un acuerdo casi unánime de esta última en aceptarla. Es cierto que derecha e izquierda son imprecisiones donde cabe todo; a la diestra, conservadores, liberales y reaccionarios; a la siniestra, una gama cromática más variada, desde la socialdemocracia más ortodoxa al comunismo más salvaje.

Cinco son las razones de esta sensación de superioridad: la primera, la fuerza del pronóstico de un futuro mejor que sólo es posible desde una visión progresista; la segunda, la identificación del enemigo común, el mercado, la libre empresa, la iniciativa privada, reverso del colectivismo salvífico, donde lo público- vocablo sagrado- lo es todo; la tercera, la convicción cuasi religiosa de ser portadores de una verdad incontestable y su necesidad de imponerse a cualquier precio; la cuarta, la creación de una nueva moralidad que se distancie de la preexistente y ponga en cuestión sus pilares, la vida, la familia, la propiedad y la libertad individual a la que con trampa contraponen el interés general y nuevas "libertades" cajón de sastre que acepta cualquier pretexto para acotarla; y la quinta, la identificación de su tesis con la defensa de los más pobres, el anhelo de igualdad y justicia social.

¿Quién se resiste a estos argumentos bien elaborados? A pesar de que ninguna experiencia social hayan avalado sus razones, gozan de un exquisito prestigio; aunque cuenten más muertos, más pobreza y desigualdad que nadie, resisten impertérritos contra la canalla capitalista, causa de todo mal humano.

Dar la batalla de las ideas para desmontar su falsa superioridad requiere un esfuerzo mental mayor que confundirse con el paisaje y aceptar su propuesta falaz. En nuestro país nos hemos vuelto muy perezosos.

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