Basta un breve paseo por el centro para darse cuenta. En el momento en el que se escriben estas líneas, una de las noticias que abren este medio habla de un derrumbe más en nuestra ciudad, en este caso en la clásica barriada de La Constancia.

No hace ni dos semanas que cualquiera que pasara por allí pudo ver cómo la cornisa de la quinta planta del edificio que hace esquina con las calles Larga y Tornería se venía abajo sin que a nadie le sorprendiera del todo, más allá del susto y el peligro que supone que se le caiga a alguien encima. Al igual que el edificio de Onda Jerez, donde un servidor tuvo que entrar hace unos días y se encontró con las típicas vallas amarillas que te dicen, en silencio, "no te acerques mucho, que te la juegas".

Estos son solo tres ejemplos recientes de la decadencia y la dejadez que Jerez muestra a diario -al margen de la pesadilla del coronavirus, el paro y demás tristes menesteres-, dando señales claras de que la situación, en cuanto a patrimonio y belleza, va cayendo en picado sin ninguna solución inminente. Cientos de edificios reducidos prácticamente a escombros, balcones fantasma y -aunque esto sea relativo a otro asunto- comercios que desaparecen, convirtiendo el centro en el escenario perfecto para una película postapocalíptica de serie B.

Por no hablar del trilladísimo tema de un adoquinado que continúa en sus trece de hacer que más de uno se termine partiendo los dientes y de que un trayecto en bicicleta o patinete eléctrico -que ya no se puede hacer por zonas peatonales- se torne en un terremoto andante que quita las ganas de pasar por el centro.

Lo peor, sin duda, no es la situación actual -que tiene para rajar durante horas en la barra de cualquier bar, si es que éstos vuelven a abrir-, sino la pasividad y la aceptación que se ha adueñado del colectivo social de nuestra 'ciudad', que se resigna -nos resignamos- a diario ante los restos mortales de lo que un día fue digno de conocer.

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