El parqué
Jaime Sicilia
Tono pesimista
el poliedro
En el primer curso de la carrera, el profesor de Historia Económica dedicó prácticamente todo el curso a la Revolución Industrial inglesa y su aliado, el ferrocarril, como las claves del recién nacido sistema capitalista y aquel paso -enorme para la humanidad, aun con sus patologías y contradicciones- de la artesanía a la industria, de las sociedades mercantiles y el nuevo papel del sistema financiero. Me pareció y me parece interesante aquella metodología de Pedro Collado, profunda aunque parcial, por lo mismo que me pareció nutritivo y memorable que Fidel Villegas dedicara todo un curso de Literatura de 3º de BUP a leer el Quijote y estudiar los ensayos sobre el mismo de Madariaga, Ortega y Unamuno: el programa docente que mucho abarca suele apretar y aportar poco al conocimiento. El cambio que se produjo en ciertas regiones de Europa fue revolucionario; o sea, profundo y radical. Sobre todo en un Reino Unido que se erigió en centro de un mundo en el que las colonias alimentaban de materias primas prácticamente gratuitas las fábricas que producían bienes industriales que se vendían con gran margen y ganancia a los propios habitantes de las nuevas clases burguesa y obrera, y también a los países explotados por el nuevo reparto de papeles en las actividades de intercambio, producción y distribución. Ahora la industria despide cierto olor a alcanfor, de pasado y, sobre todo, de rasgo estructural de un mundo subsidiario y no ya central. La tecnología digital -convengamos que industria también, pero con formas distintivas- ha producido un cambio económico comparable a aquel de los siglos XVIII y XIX inglés, prusiano o francés (otros países llegaron dos o tres siglos más tarde, si es que lo hicieron). Pero la nueva revolución digital ha sido más rápida, apenas pocas décadas, y más radical y mundial. Con sus prodigios y sus monstruos en la recámara. Con sus melones por calar.
Recordamos aquí con frecuencia que la tecnología digital ha creado un grupo de empresas con un grado de concentración y poder insospechado antes. Con plataformas digitales, erigiéndose en grandes cámaras de compensación económicas y comisionistas globales y conductores de los nuevos paradigmas técnicos y de innovación, en las que Google, Amazon, Apple, Facebook y Microsoft (la única que resiste dentro del top ten de 2007) son los nuevos reyes, que van en vaqueros y no echan humos. Tienen en su mano y bajo su tutela fáctica al resto de sectores económicos: todo pasa por ellas o depende en gran medida de ellas… y podría ser absorbido por ellas. Un panorama de cara oculta que aflora con inmenso poder sobre la Tierra, o de efecto bumerán de la modernidad, reflujo o como queramos llamarlo. Una maravilla que también contiene vicios. Por ejemplo, la contribución en impuestos de estas compañías dista mucho de estar a la altura de sus niveles de ingresos. Estadounidenses y tech que son la gran mayoría de las más grandes hoy, son para su país una cuestión de Estado, como es normal, y si una Comisión Europea o una China les dice que tienen que revertir más de lo que lo hacen en los sitios donde obtienen sus ganancias, las amenazas vendrán de la Casa Blanca tanto o más que de Silicon Valley. Irlanda ha sabido hacer de paraíso fiscal más o menos disimulado y ha conseguido grandes réditos de empleo de calidad y otros benéficos efectos colaterales por acoger sedes europeas de estas compañías con la promesa de no pagar impuestos. Alguien tiene que ponerle el cascabel a este gato. Si usted, lector, es liberal y contrario a los impuestos por su fe, convendrá al menos que la concentración de poder es mala para la economía. Es urgente regular el capitalismo digital. (Seguiremos la semana próxima aquí mismo estirando este argumento.)
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