Hace unos días, en un debate televisivo, uno de los contertulios, nacionalista catalán, afirmaba en tono doctoral que el idioma castellano se impuso siempre por la fuerza de las armas. Sostenía que así acabó con el árabe y con las lenguas de los indios de América, y que así quiso acabar con las otras que se hablaban en la península.

Citaba en apoyo de su afirmación nada menos que a Nebrija y su frase: "siempre fue la lengua compañera del imperio". Mi duda es si citaba al gramático sevillano en apoyo de su afirmación por ignorancia o por mala fe, porque es bien sabido que Nebrija escribió este pensamiento refiriéndose al latín, no al castellano.

Con la excepción del árabe, la lengua castellana (los decretos franquistas fueron un afán inútil, porque los idiomas ni se construyen ni se extinguen en los ministerios, sino en la sociedad) no sofocó por la fuerza ninguna otra de las que se hablaban en la península. De hecho, la cruzada que, siglos antes, inició el cardenal Cisneros contra la lengua árabe no fue propiamente contra ella, sino contra la religión islámica, como lo prueba el que el castellano no suprimiera ni uno solo de la ingente cantidad de arabismos que lo poblaban.

Respecto a las otras lenguas peninsulares, es verdad que los decretos de Nueva Planta de Felipe V abolieron los fueros de Cataluña, pero no lo hicieron para combatir el catalán e implantar el castellano, sino como represalia al partido que tomaron los catalanes durante la Guerra de Secesión. A Felipe V le importaba poco el castellano. Tan poco, que ni siquiera lo hablaba: su única lengua era el francés.

Lo mismo ocurrió en América. Salvo en contadísimos lugares, el castellano no se instauró manu militari. Los españoles habían impuesto el castellano a los árabes por razones religiosas, pero con los indios americanos ocurrió justo lo contrario: la Iglesia exigió a los misioneros que aprendieran las lenguas indígenas para hacer sus predicaciones en ellas. Incluso, don Alonso de la Peña Montenegro, obispo de Quito, proclamó que, por ir contra las normas canónicas -y, consecuentemente, contra la voluntad de Dios-, un párroco que no supiera quechua o aimara, cometía pecado mortal.

De la misma idea que la jerarquía eclesiástica, participaban los misioneros. En muchos archivos conventuales se conservan aun cartas escritas por ellos, en las que insisten a sus superiores sobre la necesidad de adoctrinar a los indios en las lenguas nativas. Ante tan unánime insistencia, Felipe II decretó: No parece conveniente apremiarlos a que dejen su lengua natural, mas se podrían poner maestros para los que voluntariamente quisieren aprender la lengua castellana, y se dé orden como se haga guardar lo que está mandado en no proveer los curatos sino a quien sepa de los indios.

La Iglesia americana acogió muy bien la disposición y comenzó a aplicarla; pero al cabo del tiempo se comprobó que era de imposible cumplimiento por los cientos de lenguas distintas que hablaban los indios. Al fin, el arzobispo de Méjico, don Francisco Antonio de Lorenzana, se vio obligado a rogar a Carlos III que aboliera la antigua disposición y autorizara a evangelizar en castellano. Le ofrecía una larga y razonada argumentación, pero el rey quedó definitivamente convencido por una idea: la doctrina de Cristo no debía enseñarse en lenguas primitivas. El castellano ganó entonces la batalla a las hablas indígenas americanas, pero -como antes había ocurrido con el árabe- no por razones políticas, sino religiosas.

La realidad apoya lo que antecede. En 1635, el obispo de Méjico escribió a Felipe V que allí los amos y los criados no se hablan en castellano "porque está más connaturalizada la lengua natural de los indios". Exactamente lo mismo contaba al rey otra carta llegada desde Quito, escrita por su obispo Más tarde, en 1789, Alejandro Malaspina visitó todos los dominios americanos y concluyó que no había en ellos una lengua común, porque el castellano se hablaba -y no en exclusiva- nada más que en las grandes urbes.

Poco después, en 1810 -recién comenzados los movimientos independentistas-, en América había doce millones de centro y sudamericanos, pero sólo un tercio de ellos (españoles originarios, descendientes de ellos y mestizos) hablaban castellano; del resto - esto es, de nueve millones de indios -, el número de los que lo conocían era ínfimo.

El habla de la lengua fue, sin embargo, extendiéndose en la misma proporción que la población americana y, menos de un siglo después, en 1900, los castellanohablantes sumaban ya setenta millones. Esta expansión del idioma tuvo una doble causa: los empresarios asumieron que el castellano era mejor vehículo para el desarrollo del comercio; los políticos, que sólo una lengua común podía hacer posible el sueño de Simón Bolívar de la unidad latinoamericana.

El castellano, así, regaló -no impuso- a América una lengua común, pero ella le devolvió el préstamo bien acrecido: los escritores americanos con sus obras literarias y el pueblo llano con sus palabras y expresiones (ahí están grabadora, estacionamiento, novedoso, chocolate, chapapote, chévere…) lo han enriquecido extraordinariamente.

Tengo delante un opúsculo escrito hace ya tiempo, en 1980, por Michel Marmin, director de la revista Éléments, titulado Destino del francés, en el que sostiene que la lengua francesa no tiene más razón de ser que Francia.

Afortunadamente para nuestra lengua, el castellano tiene como razón de ser no sólo España sino también América: del sur, central y, hoy, hasta del norte. Además, a diferencia del país vecino, el destino de nuestro idioma no depende de España, sino que, acaso, sea más bien el destino de España el que depende del idioma: existen quinientos treinta y cuatro millones de hispanohablantes, de los que cuatrocientos sesenta son nativos.

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