Análisis

Juan Luis Vega

Una ciudad culta cuida a sus árboles

Fue el eslogan que rezaba un cartel amarrado, amorosamente y con cintas, a una magnolia de invierno y que leí en Vigo hace algo menos de dos años, justo antes del arranque de la pandemia.

Esa población, como Pontevedra y otras bellas ciudades de Galicia, se han convertido en capitanas de la peatonalización de sus centros monumentales y fieles defensoras de su valioso arbolado, dominado por soberbias camelias y finísimos rododendros, que llenan sus bulevares y plazas, todos estupendamente cuidados.

Pero Jerez no tiene nada que envidiar a estas y otras desarrolladas urbes del Norte, porque posee el más rico patrimonio arbóreo de Andalucía. Jerez vive dentro de un excelso bosque, repleto de fabulosos ejemplares de casi todas las especies que inundan sus avenidas, sus parques y hasta las calles más estrechas. Pero es algo que nosotros, los jerezanos, desgraciadamente, no sabemos valorar, como otras tantas cosas buenas que posee nuestra población.

Si comparamos esa masa verde que nos acompaña aquí con las que disfrutan todas las poblaciones cercanas, o incluso con la misma capital provincial, donde apenas existen un pequeño, aunque muy cuidado, parque Genovés, la alameda Apodaca, los dos ficus del Mora y algún que otro drago suelto, te das cuenta del privilegio que supone vivir en una ciudad tan verde como la que los jerezanos compartimos.

Cada septiembre, cuando regreso a Jerez de mi periplo veraniego sanluqueño y después de dos largos meses, de siempre me han llamado la atención, y hasta emocionado, dos singulares cosas: el delicioso aroma que se respira aquí a mosto nuevo y bueno, mezclado con los de los amontillados y olorosos eternos que emanan a borbotones por los ventanales de sus bodegas y la deliciosa sombra que crean sus majestuosos árboles, la que libera su ramaje y rebajan los calores últimos del decadente verano.

Me doy cuenta, cada septiembre, que Jerez es una ciudad a la que hay que regresar siempre y el mejor lugar posible para vivir. ¡Respirando siempre el aire más puro de sus árboles y el perfume prodigioso de los vinos más grandes, por Dios!

Por favor, cuidemos por lo menos estas dos cosas tan, tan nuestras, los vinos de mi querida tierra y la vida de nuestros compañeros, los árboles. Evitemos esas podas terribles a que están siendo sometidos en pleno verano, que reducen no solo sus vidas, sino la sombra mágica que nos regalan, la belleza de sus troncos y copas, y sobre todo nos merman la distinción de vivir dentro y rodeados de la mismísima naturaleza.

Una ciudad culta no deja que talen a sus árboles, los empujan para que crezcan.

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