Santiago Cordero
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Entrando en agujas
Llevaba algún tiempo sin ir a Sevilla. El verano que echa el cierre a las salas de exposiciones y permanecen cerradas hasta casi octubre y el gravísimo problema que causa el no encontrar billetes por trenes completos aunque éstos vayan casi vacíos – las espurias decisiones populistas del gobierno del Señor Sánchez y el incivismo de los usuarios que reservan y no utilizan, tienen la culpa- me habían alejado, más a mi pesar, de la capital hispalense. El sábado pasado volví a Sevilla, ya con las exposiciones inauguradas y la temporada artística totalmente comenzada. Para variar no había billetes de tren y el medio fue un autobús. Perfecto. Cualquier modo es bueno si el destino era el que fue.
Pero, Sevilla ya no es Sevilla, La eterna ciudad se ofrece casi como diluida en un horizonte poblado de turistas. A Sevilla, como ocurre con otras ciudades, la han cambiado. Un turismo agobiante e impenitente se ha adueñado de ella y la ha dejado huérfana de todo lo que fue. Todo gira alrededor de una masiva población de visitantes y sus circunstancias que lo llenan -mejor dicho, masifican- todo. Y cuando digo todo es todo. Querer acceder a la Catedral, a los Reales Alcázares, al Museo... es tan difícil como encontrar un billete de tren. Pero, lo peor no son los llenos de los monumentos tradicionales. Esto era algo habitual, ahora, a éstos le han salido duros competidores: los pequeños tesoros que, antes, eran, patrimonio sentimental de los que conocían los adentros de la ciudad, están ahora al cabo de internet y los turistas viene con la lista de esos lugares emblemáticos que antes sólo conocían unos pocos.
El turismo ha llegado a todos los sitios. Los bares de toda a vida, están, ya, al servicio del inmisericorde turismo de masas. Le voy a poner un ejemplo tonto pero que, a mi me levantó sarpullido. Desde la Plaza del Duque hasta el Prado de San Sebastián, no oí a nadie hablar castellano y sólo me encontré a dos afortunados sevillanos que iban a los toros. Lo supe porque llevaban su almohadilla. ¡Qué pena!
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