Análisis

SUSANA ESTHER MERINO LLAMAS

Una estampa del Martes Santo

Cuando el cielo de la noche del Martes Santo se va desplomando sobre el viejo Jerez desde los primeros adoquines de calle Barranco, las musas del arte se disponen a desgranar un torrente de cofradierismo que alcanza cotas casi indescriptibles.

Los cinco sentidos se empapan de ese regusto de buen hacer cuando la cruz que encabeza el cortejo de la hermandad de Los Judíos de San Mateo asoma para adentrarse entre las calles, esquinas y recovecos que más saben de nuestra historia. Los rojinegros hábitos de los nazarenos de esta corporación se enmarcan en una hermosa paleta de colores que nos invita a retrotraernos a esas añejas estampas de primeros del siglo pasado.

Quienes allí nos apostamos cada año con tiempo de antelación mientras a los lejos se perciben los sones que acompañan al magnífico misterio salido de la gubia de Guzmán Bejarano, siempre quedamos enamorados de un matiz nuevo, de un detalle distinto… y es que aunque vayamos buscando esos momentos que ya conocemos de antemano, nunca deja de atraparnos el seco sonido de ese golpe de llamador, el olor a cera derretida de tantas horas de recorrido, el compás con el que se reza desde las recias trabajaderas y, sobre todo, esa eterna mirada con la que el Señor de las Penas clama al Padre sentado sobre una peña mientras, tras los jirones de la piel de su bendita espalda, se están sorteando entre burlas y desprecio la túnica que ha estado cubriendo el ultraje de su cuerpo, a la vez que "El Bizco" y "El Verruga", aferrados a la malicia llevada por la ignorancia de no saber con quién trataban, le preparan el patíbulo de madera sobre el que serán cosidas nuestras miserias.

La cofradía avanza pasando por plaza Belén derramando un exquisito reguero de solera y de fervor, hasta que planta la elegancia de su palio en los mismos medios de la Plaza de San Lucas. La misma luna de plata se rinde ante la inigualable orfebrería de Gabella Baeza. En el joyel que custodia el Desconsuelo de la Madre no cabe más dolor, ni tampoco más guapura. Las duquitas de la Virgen son de canela y clavo cuando los quejíos de azabache salidos del brocal de la aristocracia del cante se posan sobre los bordados de Juan Manuel y sobre los vestigios de la Casa de Braganza.

Los hermanos de las Tres Caídas la esperan para musitarle súplicas y Avemarías que las recoge el discípulo Amado para enjugar con ellas esa pena que la atraviesa desde sus benditas sienes hasta el filo de su peana.

En el aire flota el pálpito de la devoción de todos los corazones que allí se concentran para, algunos lanzarle a la Señora ese beso de buenas noches adentrados ya en la misma madrugada de Miércoles Santo y otros, continuar siguiendo su fragancia divina hasta desembocar en la Plaza del Mercado desde donde ya se pueden escuchar los suspiros de los mismos muros de su santa morada.

Y es que, queridos amigos, esa añeja acuarela bañada de exquisitez que se aboceta cada noche de Martes Santo en el viejo Jerez, queda grabada a fuego en nuestro corazón y nuestra alma de cofrades cuando buscamos desandar el tiempo y paladear la pureza de una maravilla de cofradía.

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