El viajero, al reservar por internet, cometió un grave error. Quería ir a Tarragona y, a sugerencia de la web, reservó a pocos kilómetros metiéndose sin saberlo en la quintaesencia del turismo masificado. El hotel engaña y, tras un largo día de viaje, le dicen que no tienen aparcamiento. Realmente solo hay para la mitad de los huéspedes. El viajero empieza a dar vueltas durante más de una hora y no encuentra sitio ni subiéndose a jardines o aceras. Observa que en zona azul hay coches que acumulan multas pero les da igual: no van a perder la plaza. Ya pagarán al final, o no. En un descampado a las afueras, se ven coches con polvo y tierra de semanas. Ya lo lavarán cuando se vayan, o no. Por fin, a media hora andando del hotel encuentran sitio en un parking compartido con autocares y camiones. Todos los días se va una hora en coger y dejar el coche. Y la primera noche, karaoke colectivo a todo volumen donde suena hasta el "¡Viva España!". En Cataluña. Es que el alcohol lo puede todo.

Todo son grandes hoteles o apartahoteles con piscina. El viajero observa que hay gente que prácticamente no sale en todas sus vacaciones. ¿Para qué, teniendo una tumbona y la comida en la mesa? Aun así hay mucha gente por la calle, especialmente al comienzo de la noche. La restauración es fundamentalmente comida rápida, más o menos disfrazada, y pubs. Mucha cerveza. El resto de locales comerciales es una sucesión de tiendas de souvenirs y ropa.

Ya en casa, el viajero piensa: "¡Aquí no, por favor!" Nuestro turismo no puede ser un infierno distópico como aquel. Cuidemos el ambiente, el espacio y la acogida amable que allí perdieron hace tiempo. Porque no estamos libres. Al viajero le preocupa que ya haya bares con limitaciones de tiempo para el desayuno y la sobremesa. Y cada vez más ruido. Por ahí se empieza

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