© Jesús Benítez

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La muerte está tan unida a la vida, que genera indiferencia y frialdad. Sólo le conferimos atención o trascendencia, en función de los acontecimientos, proximidad y detalles específicos que la rodean. Por lo general, nada nos sobrecoge, altera u horroriza, si no despierta en nosotros el miedo a sufrirlo en primera persona. Los comportamientos habituales, suelen obedecer a una tendencia que trivializa los sucesos, antes que asumirlos con rigor. Del mismo modo, la repercusión que pueden generarnos ciertos factores externos, tragedias o catástrofes, ya sean de origen humano o natural, dependerán del grado de sensibilidad e implicación que nos exijan. Porque no hay, ni habrá, trauma sin dolor, ni delito sin culpa. Para sentir, hay que padecer, siempre, indefectiblemente. Después, con el drama ya dentro, actuaremos mejor o peor, eso nunca se sabe.

Las consecuencias de nuestros impulsos, siempre serán colaterales y dejarán huellas, evidencias de daño o alguna influencia positiva. Pero un impulso es y será la única forma de reivindicar la existencia, el método irremplazable para que el alma no sucumba al frío, ese arpón afilado que nos congela el deseo de vivir, poniendo a grados bajo cero el termómetro de la autoestima. El frío es un hervidero de interrogantes, que palpitan buscando soluciones inmediatas, que imploran el fuego salvador de un remedio. No podemos minimizar la relevancia del frío, afirmando de forma alegre y ramplona que es simplemente la ausencia de calor, una definición ridícula que reduce su sentido teórico y práctico al campo de la temperatura. No, no es así.

El frío no se circunscribe a una simple descripción etimológica que vulgariza su significado o singularidad, al no considerarlo como fenómeno independiente, sino como la falta de combustiones que generan energía y que dan lugar al calor. Sin duda, una injusticia semántica, pues la injerencia del frío sobre el ser humano va más allá de lo físico y afecta de lleno a su capacidad de permanecer o no vivo, a su entusiasmo por respirar. Cuando lloramos con rabia y sin consuelo, lo hacemos poniendo en práctica un ancestral ritual que intenta mitigar los efectos del frío, ese que hiela nuestro bienestar y pone en peligro la existencia, el deseo de vivir. El frío tiene muchas y diversas formas de manifestarse, no es exclusivo del duro invierno. Por activa y por pasiva, siempre está ahí, buscando un desequilibrio o síntoma de debilidad, con la intención de convertirnos en polvo de nieve, de volatilizarnos en agua petrificada y gélida, de abocarnos a un estanque de hielo con grietas, en el que nunca hay flotadores ni salvavidas.

El frío comienza a hacer estragos, más allá de la epidermis, cuando cedemos terreno a la impotencia, evidenciando fragilidad, tirando la toalla del amor propio. La sangre se torna escarcha por efecto del frío que origina un drama, o por una carta con la peor noticia esperada. El desprecio o el odio, la mentira y la tiranía, el resentimiento o la envidia, todos ellos, sin excepción, son transmisores de frío. La soledad no deseada, es una de las manifestaciones más horribles del frío, al igual que la injusticia o la traición, la maldad o la codicia. Sucumbimos y tiritamos ante el frío que emana de un amor marchito, o por la influencia compasiva de tragedias, muerte o dolor cercanos. El frío es una horca en el cuello, unas manos que te empujan al abismo.

El frío es el triunfo de nuestro yo maldito, ese que no se quiere a sí mismo, ese que busca su autodestrucción. Al frío sólo se le combate con el abrazo de un alma gemela que irradie calor, e incluso fuego…

(*) Jesús Benítez, periodista y escritor, fue editor jefe del Diario Marca y, durante más de una década, siguió todos los grandes premios del Mundial de Motociclismo. A comienzos de los 90, ejerció varios años como jefe de prensa del Circuito de Jerez.

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