El principal problema que aqueja a la Justicia actual es que la gente no cree en ella, la ciudadanía ha perdido la fe en la forma en la que los jueces y magistrados la imparten. La Justicia, lejos de generar seguridad entre la opinión pública, produce todo lo contrario: incertidumbre, incredulidad, sospechas... Para muchos, la confianza en el tercer poder del Estado está absolutamente resquebrajada.

La herida empezó a supurar de forma sangrante a mediados de este año, cuando se hizo pública la sentencia del caso de La Manada. Cientos de personas se echaron a las calles de toda España para clamar contra una resolución judicial que entendían sencillamente injusta.

La cosa siguió poniéndose fea cuando, tras la celebración de un juicio, un juez gaditano fue pillado en una grabación -que en principio no debería haber quedado registrada- llamando "bicho" e "hija de puta" a una víctima de violencia de género. El numero de 'ateos jurídicos' creció, sobre todo en el sector femenino.

Y el tambaleo de los cimientos que sustentaban la fe en la Ley y sus administradores acabó en terremoto judicial cuando el Tribunal Supremo dijo que el impuesto de las hipotecas lo pagaba la banca. Y como la banca se enfadó y la bolsa se desplomó, el Alto Tribunal rectificó y dijo: no, no, que lo pague el currito, como lo ha venido haciendo hasta ahora. Y eso, claro, dolió. Porque si hay algo que a la gente de verdad le duele es el bolsillo. Y este donde dije digo, digo Diego del Supremo tocó a muchos bolsillos.

Estos son sólo tres ejemplos. En el ámbito jurídico, hay muchos aspectos -y muchas sentencias- que suscitan un tremendo malestar entre la población (aunque no tengan la misma repercusión que los casos citados). Una Justicia lenta, opaca, que no te devuelve lo que consideras tuyo. Unas leyes escritas en unos términos que la gente de a pie no puede entender; unas normas administradas desde un atalaya inaccesible...

La fe puede ser ciega, pero hasta cierto punto.

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