Análisis

josé maría castaño

'Esos malditos arrieros' (A Manuel Moneo)

Aquellos días postreros del verano en Rota estaban teñidos de júbilo para la familia Moneo Suárez. Manuel se había ido a dar un paseo por la playa hasta Punta Candor dejando en casa a más de 20 de los suyos, siempre en su compañía. Tornaba el patriarca a un color cobre egipcio en contraste con el traje celeste y la camisa blanca de gala. Aquella noche estaba invitado a una fiesta y hacía voz llamando a una desconocida "Elviraaa". Entonces no faltaba nadie, ni su hermano El Torta, ni su nieto Manuel, también en la fiesta junto a Juan y El Barullo. Por eso olía a rosas y mosquetas por los rincones en aquel final del agosto.

Eran las claras del día cuando Manuel Moneo no había cantado aún. Lo hicieron todos mientras su compadre El Marsellés lo incitaba con su media voz acompañada de los palillos a compás. Y fue entonces. Manuel con su salida estremeció a los todos los presentes con su bramido de bronce: "Esos malditos arrieros"... Se hizo un silencio espeso y las palmas se hicieron sordas mientras se rompían las copas de la madrugada. Y se acaba el cante por esa noche.

A los pocos meses, como dándose por aludidos, llegaron esos malditos arrieros quitándole a Moneo la planta y hasta el sombrero. Aquel que había heredado de su pare Pacote en la puerta del Volapié. Fueron muchos golpes, demasiados. Primero su Torta y luego cuando su Barullito se le fue tan niño... ¡Qué latíos tan fuertes daba el corazón de Manuel!. Malditos arrieros. Malditas entradas y salidas del hospital.

Ya nada sería igual. Y aquellos luminosos días de Rota se convirtieron en las sombras espesas de un llanto vivo. Pero Manuel Moneo volvió y su cante era acaso una llaga que nos asomaba a un pozo sin fondo de dolor. No eran entonces sino lamentos que hacían a Manuel agarrase a la vida con una dignidad y una fe fuera de lo normal hasta su último aliento. Dicen que fue por soleá llamando a su madre Mena.

Más aquellos malditos arrieros no se lo llevaron todo. Pues quedará indemne en la memoria de su ciudad aquel eco ancestral que quebraba el aire. Y también la sonrisa de aquel gitano siempre rodeado de los suyos, familiares y amigos. En la Plazuela de Jerez, sin su bronce, estos días las campanas redoblan de muy malita gana. Pero allá en lontanaza, por donde las antiguas playas de San Telmo, siempre resonará su eco en la mañana ya eterna de sus alondras reales.

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