Análisis

José Ignacio Rufino

Con un mandato ignoraré la ley

Esta semana ha sido rica en perlas sobre la 'narcocataluña': Azúa, Pérez Royo y el apóstol y presidente TorraTorra se arroga un mandato superior y 'deslegitima' todo lo que se oponga al mismo

Mandato, según la tercera acepción del diccionario de la RAE, es un "encargo o representación que por la elección se confiere a los diputados, concejales, etc.". Es de suponer que tal encargo, para ser válido o legítimo, debe contar con una mayoría clara de votantes. También parece lógico que un mandato, si este implica un cambio radical del statu quo político, debe no ya ser mayoritario en términos de votos a los que representa tal encomienda, sino muy mayoritario. Por ejemplo, si el mandato que se dice ostentar es el de una ruptura de un Estado con cientos de años de existencia e indudable reconocimiento mundial, como lo es el de España, no es de recibo apelar a una mayoría simple, claro, pero tampoco de una mayoría absoluta cualquiera. En los referéndums para la independencia de Quebec (Canadá), no sólo se exigía una participación de más del 60% de los votantes, sino también una mayoría de votantes favorables a la secesión muy por encima del 50%. Más allá del caso canadiense, todo ello debe estar refrendado por un proyecto político legal.

Nada de ello se da en el caso del proceso independentista catalán: ni hay una mayoría clara de partidarios de la independencia, ni hay una consulta legal a todo el pueblo catalán (excluyendo, como en el caso quebecois, al resto de propietarios del territorio español), ni tampoco hay soporte internacional a las pretensiones soberanistas. El referéndum acometido por el poder coyuntural de Cataluña no fue legal, ni acordado por los representantes soberanos, ni reconocido por ningún país que emita pasaportes. ¿Qué queda para seguir adelante reclamando la validez de aquel paripé tan mal gestionado por el Ministerio del Interior de Rajoy, regido -es un decir- por el ministro Zoido? Un mandato. Una encomienda autoproclamada por un grupo de políticos ungidos por la gracia de la historia, si no de Dios mismo. Una llamada a un cambio radical del rumbo de las cosas comunes de millones de personas. Con el impagable apoyo de la propaganda, es decir, de la difusión de verdades oficiales desde el propio poder. A lo largo de décadas en las que los propagandistas han contado con una transferencia total de competencias en materia de educación. El mandato del pueblo catalán es un artefacto intelectual de más que dudosa base política y legal que no paran de alegar los gobernantes catalanes y sus aliados en el empeño de la independencia.

Félix de Azúa, un "renegado" para los independentistas que otorgan la condición de buen y mal catalán, lo llamó golpe de Estado hace unos días. El presidente Sánchez, en sus rentables idas y venidas camino del poder, así lo denominó hace algunos meses. Quién sabe por qué, el constitucionalista Javier Pérez Royo afirmó, también esta semana, que fue el Tribunal Constitucional el que dio el "golpe de Estado". Mientras, el President Torra reitera su mandato ante el Tribunal de Justicia de Cataluña, que lo inquiere por ignorar una orden de la Justicia para retirar los lazos amarillos en sedes oficiales, porque, dice, la Junta Electoral es "ilegal" e "incompetente". Lo sustancial del asunto es que él apela no a cualquier mandato, sino a uno "superior". Esto es lo que nos hace concluir que este conflicto tiene algo de divino. Porque si hay algo superior, eso es Dios. A lo largo de la Historia, la invocación a un bien superior ha sido la palanca de muchas atrocidades. La asunción de una obligación para con un pueblo elegido -en este caso, todo menos sometido- es una coartada moral de indudable impacto propagandístico. No son tiempos de invadir Polonias. Lazos de apariencia pacífica son mucho más adecuados para una estrategia de ruptura, una vez que el limón español está del todo exprimido. Con un mandato superior.

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