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Nostalgia y esperanza
Desde la espadaña
Son tantas las puñaladas y desavenencias, tantos los rifirrafes y desacuerdos de hogaño, que siente uno la nostalgia de otro mundo distinto, probablemente inexistente, en que los hombres ejercían una mayor humanidad. Echamos en falta un idílico pasado, una infancia inventada, en la que soñamos haber sido felices. El presente mezquino, que debería estar abierto al futuro, nos enferma de nostalgia. Ya nada es lo que era, como si España se nos fuera de las manos.
Oigo decir a jóvenes parejas que da miedo de que lleguen nuevas criaturas al mundo; se cierran a la vida y optan por las mascotas. Antes se miraba al futuro de otro modo, con más esperanza, aunque tuvieran un presente peor que el nuestro; ahora tenemos miedo a lo que está por venir. Los valores y los dioses, que nos anclaban, se nos han ido de las manos. Caminamos, como funambulistas, balanceándonos en una cuerda floja e inconsistente. Entra vértigo con sólo pensar en lo que nos espera.
Así estamos, entre la espera y la esperanza, mirando al futuro incierto, sin saber muy bien si con paciencia o con desesperación. Tenemos miedo, esa es la verdad. Este tiempo nos tiene en ascuas ¡Ojalá sean de esperanza! Porque la nostalgia está asegurada; mientras, la esperanza se las tiene que ver con el contratiempo de un autobús pinchado que no llega ¿Cómo será el futuro? Los conflictos armados, por ejemplo, con el fuego a discreción ya son indicadores de lo que pasa. Da miedo, ciertamente ¿Cómo no acudir a la nostalgia? ¿cómo no buscar un refugio donde atrincherarse ante el peligro de una bomba-racimo manejada por excéntricos líderes de las grandes potencias mundiales? Un pim-pam-pum contra el que no podemos hacer nada.
Hay incuestionables amenazas presentes que nos alertan para despertar, pero ¿quién controla el miedo? Lo peor está en la parálisis que provoca. Se escuchan aúllos de hiena, demasiadas fieras mordiendo, excesivo dolor en la tierra que necesita esperanza. No podemos rendirnos al sueño de un mundo inexistente, ya de antaño, ni permitir que la ilusión trascendente se convierta en el opio de una mala digestión religiosa.
Para eso está la esperanza, para no rendirse, para no volvernos nostálgicos, lánguidos sauces llorones junto a los canales de Babilonia. Hay un mundo por delante, una ventana abierta al infinito, más allá del pasado, más allá de la esclerosis espiritual múltiple que amenaza con inmovilizar el cuerpo. Es buena cosa reconocer las raíces profundas, los muebles y las lámparas que un día adornaron nuestros cuartos; está bien el retrato del abuelo, la tradición y la historia. Todo está bien, con tal que no se conviertan en una tradición reseca, siempre que no se acartone el alma ni se solidifique tras los barrotes de la mente. Elogio el recuerdo, si la idealización del tiempo pasado no tapona la luminosidad que el presente tiene de esperanza. ¡Cuidado con vivir bajo el sol negro de la nostalgia!
Hay quien se ha acartonado en un mundo vintage, en el trastero de la historia, como si la genealogía fuese más importante que el nacimiento de un niño, con todo lo que tiene de fragilidad, pero, sobre todo, con la potencialidad que posee de esperanza ¡Un niño, por favor, el mundo necesita un niño! Alguien que lleve en su haber todo lo desconocido del misterio de la vida, la inocencia perdida y, por encima de todo, el sueño por un nuevo mundo todavía posible.
El mal, que nos acecha, sólo se puede vencer con la candidez de un niño y la imprevisibilidad de su germen; de ningún modo con la nostalgia de quien se rinde a seguir caminando. No cabe apelar al pasado. No hay apelación al tiempo. El pasado es inamovible y el tiempo corre… (Acaso todo sea tiempo que nos acoge en todos los tiempos y en el mismo espacio) Habría que preguntárselo a Einstein.
Prevengo sobre la nostalgia, y, sin embargo, me gusta perderme en ella, como ese Ulises permanente que todos llevamos dentro, que quiere volver a casa: al recuerdo del hogar, a la sensación de una caricia, a la mesa-camilla con olor a albahaca, al lugar que nos hizo felices, aunque no existiera…al recuerdo inventado de recuerdos, o al dolor que añade más dolor, al “soy un fue, y un será, y un es cansado” como dice Quevedo. Todos, de algún modo, queremos volver al rodal familiar, al fuego primigenio, aunque luego nos encontremos con las habitaciones donde ya nadie ha vivido…
Así somos, aferrados al sentimiento del pasado inamovible y miedosos de un futuro que no podemos controlar. Diremos, entonces, como D. Quijote dijo: ‘Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío’ (Cap. XI) Esta época, supuestamente dorada, puede domeñar el corazón o paralizar la mente, si no columbramos más allá de nuestros deseos insatisfechos, que tanto nos ancla en la nostalgia de un idílico mundo que nunca existió.
De ningún modo podemos aferrarnos al sentimiento del pasado inamovible, por más que nos sostenga y fundamente, por más que haya sido ideal y placentero. Agua pasada no mueve molino, y la nostalgia no puede trasladarnos al hogar inexistente, al recuerdo de los recuerdos para añadirle dolor al dolor. Por más decepción que haya -que la hay- no podemos enfermar de nostalgia renunciando a la esperanza. Un día fuimos niños, salimos de excursión y fuimos felices…un día, que ya es ayer. Hoy, bajo el sufrimiento de una realidad inaceptable, y a pesar de las bombas que tiran los fanfarrones, nos hacemos las gaditanas tirabuzones… ¿Quién dijo miedo? Apostamos por la esperanza.
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