Ha muerto don Juan del Río, durante ocho años ordinario de este lugar. Siempre me llamó la atención que a un obispo se le llamara ordinario, cuando representa todo lo contrario a la ordinariez, la zafiedad o lo vulgar.

Con el tiempo me enteré que la ordinaria era su potestad, frente a quien la tiene de modo extraordinario. No sin problema digerí la explicación y, desde entonces, busco lo extraordinario en el ordinario, si lo tiene.

Lo primero que tiene de extraordinario todo poder es la liturgia, el aparato, la parafernalia. Las grandes manifestaciones de poder requieren de escenografía para hacerse creíbles. Los reyes, los jueces, los obispos, los militares y todo aquel que detenta poder efectivo sobre la vida y la hacienda de los demás ha de estar provisto de esa cáscara refulgente que lo distingue de lo cotidiano, de lo ordinario. Un rey sin corona, un juez sin toga, un cura sin sotana o un militar de paisano, se confunde con los demás, vulgarmente. Desprovistas de este boato quedan la personas solas y vulnerables.

En estos tiempos que corren, los poderosos han renunciado a la pompa. En mi opinión, esta aparente humildad no es más que un ejercicio de vanidad de quien pudiendo relumbrar, se abstiene. No alcanzan a comprender que el oropel les protege porque sin él quedan expuestas, sus vergüenzas y debilidades. Quedan solos y desvalidos, sin referencia al poder que representan. Piensan que el poder les pertenece y pueden renunciar a sus atributos. Así les va…

Don Juan del Río supo mantener el equilibrio deseable entre la dignidad formal del poder que representaba y la calidez humana del hombre que escondía. Por eso fue un Ordinario, extraordinario. Otros poderosos, desprovistos de liturgia dejan en evidencia, su vulgaridad y ordinariez.

Descanse en paz.

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