Felipe Ortuno M.

La plaza de toros

Desde la espadaña

07 de mayo 2023 - 01:31

En la tauromaquia, como en otras artes, la analogía viene a ser el principio interpretativo y referencial de cuanto se diga. De tal modo que, si dijera 'sacramento' de la lidia, nadie podría extrañarse, salvo que hubiera en Jerez, y no lo creo, algún extraño de lo que significa y es el mundo del toro y el toreo. Sacramento por lo que realiza y significa para la vida, y de cuánto representa el todo de cuanto la vida se compone. En la tauromaquia hallamos el lenguaje, la simbología, la religión, la cultura, la vida y la muerte; humanidad y bestialidad, exaltación del sacrificio y resurrección final, luz y tiniebla, sol y sombra, oficios y beneficios, tiempos y contratiempos. No pararía de señalar analogías capaces de aglutinar la complejidad de la vida misma.

De hecho, no encuentro mejor metáfora de la existencia que ésta de la tauromaquia, que no es sino la representación perfecta de la vida y de la muerte; cualquier otra cosa, no es sino pura anécdota adjetiva al lado de tan majestuosa representación antropológica y cósmica: hombre y toro, hombre y Dios, creación y espíritu, sombra y sol. Y todo en el círculo perfecto de la equidistancia respecto a todo lo que en la plaza se haga. Equidistancia que significa tiempo y espacio, acaso los dos conceptos básicos que podrían articular la definición misma del toreo.

Este es el recorrido, este es el sitio, se dice en la lidia, este es el tiempo asignado, en este espacio, en el respeto sumo de las distancias de los protagonistas; si se rompiera cualquiera de ellos incurriríamos en el pecado de la descompostura: he ahí el todo de la dialéctica mágica que ocurre entre la cita y la embestida, entre parar, templar y mandar: Citar adelante la mano, templar el movimiento, cargar la suerte sobre la pierna y hacer llegar al toro, que entra fiero al pase y sale de él sumiso. Y esto hacerlo quieto, de ese modo estático en que hasta la misma muerte se asusta del torero.

Los pueblos se han configurado en torno a sus ritos y mitos, se han explicado y han buscado sentido telúrico, hasta el punto de representarlo para vivirlo y, si cabe, para dominarlo. Las religiones han canalizado de manera sacral todo aquello que el hombre es o quiere ser, más allá de lo que le sobrepasa. El toro totémico aglutina la mística mediterránea, y la ibérica particularmente, hasta transformarse en el animal expiatorio, dotado de salvación divina. Ha necesitado su altar y ha precisado de un terreno sagrado para ello, hasta llegar al templo, lugar de sacrificio desde donde los demiurgos pueden establecer la relación con los dioses, como señores de la vida y de la muerte.

Es el 'momento de la verdad' dividido en tercios, como el teatro clásico, sobre el escenario del ruedo donde cada personaje realiza su papel y logra emocionar en la medida en que se representa, o se vive, profundamente. Es el escenario y el altar, el ara del sacrificio y el hombre ante el sacrificio, como el torero en el ruedo, el dramaturgo en las tablas o el sacerdote en el altar, y el público, como el coro de la tragedia griega, representando la universalidad, el eco de toda la humanidad.

Pero en la plaza no hay ficción, en el coso la sangre, la muerte, el miedo y la gloria palpitan en verdad, y son verdad insuperable: la tragedia es trágica, la muerte es irreversible y, por ello, la gloria es excelsa. Por eso el toro viene a ser auténtico emblema teológico y acto sacramental: lucha permanente entre las fuerzas de la naturaleza y la gracia de poder vencerlas. Toro y torero, contrarios permanentemente atraídos, dos caras de la misma moneda, necesitados, ambos, en el ruedo de la misma vida. ¿Qué sería el toreo sin la embestida? ¿Qué el día sin la noche? ¿Qué la vida sin la muerte? ¿No serán los contrarios los hacedores verdaderos en la búsqueda de sentido y del destino?

Para lo sagrado se necesita un templo: la plaza es el templo. Una estructura arquitectónica que acoja el lugar del sacrificio taurino. Se necesitan medidas, dimensiones del ruedo, burladeros, callejones, y un largo etcétera, que no impedirá, sin embargo, a cada una de ellas mantener sus características y peculiaridades. Siempre referido al aspecto formal, por supuesto. Nada tiene que ver Bilbao, en comodidades modernas, con Nimes y Arlés, con su encanto arqueológico. Cada una dependerá de su cultura profunda. El clima determinará, por supuesto, tanto como el carácter de los espectadores, la vestimenta, las reacciones, los silencios o la algarabía.

No hay dos plazas iguales, en este sentido, como tampoco dos tardes idénticas. Ni el color de las arenas es el mismo, que suele tener el tamiz de sus cielos, sol en el sur, y plomizo en el norte (exceptuando la de San Sebastián que le han querido poner el color del sur, como el albero de la Maestranza). Ni las músicas son iguales, ni se tocan en la misma manera ni a los mismos tiempos (Sevilla & Madrid). Y las hay tan antiguas como la del Castañar (Béjar) en Salamanca, y la de Ronda con sus viejas columnas de piedra y escuela clásica del toreo.

Pero en el fondo sólo hay un ruedo, una plaza, y un solo sacrifico, como una sola es la Eucaristía que representa la forma mística más invisible y perfecta, que como el toreo está al mismo tiempo tan llena de claridad. Mito, mística, rito, sacrificio…todo se concita en el templo único y singular que envuelve la gran fiesta de los toros. Y todo esto es la Plaza, el templo sagrado de la máxima expresión cultural de occidente.

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