Análisis

rogelio rodríguez

Una política a manos del truco y la farsa

Salvo prodigio o suicidio, habrá nuevas elecciones. Y otro salto al vacío

El sistema constitucional sufre la fase más anémica desde su instauración, en 1978. No es casualidad. Las causas son de sobra conocidas y el diagnóstico, contumaz, desagradable y aventurado. La situación política discurre por canales perniciosos. Se desmoronan los altos fines que, cosidos a un firme compromiso de concordia, alumbraron tantos años de bonanza democrática, mejores que ningún otro tiempo pasado. Del panorama que hoy nos circunda sólo cabe obtener una lastimosa conclusión: pastar en el poder, utilizarlo como guadaña, es el leitmotiv de una dirigencia que derrocha sin recato la confianza que le otorgaron los electores. El diálogo es sordo o está contaminado y los actores principales se cubren con pieles de león o de zorro. Impera la voracidad partidista, el truco y la farsa. Por acción u omisión.

Los partidos no siembran trigo limpio. Pedro Sánchez, en su coyuntural giro al centro, reclama al PP y a Ciudadanos que se abstengan en la sesión de investidura para no depender de los votos de Podemos y de los grupos secesionistas, a la vez que sus correligionarios en Navarra pactan con Geroa Bai, Podemos e IU y, bajo manta negra, con los filoetarras de Bildu. Sánchez demanda responsabilidad y coherencia mientras acepta que el PSC suscriba un acuerdo de Gobierno en la Diputación de Barcelona con JxCat, que lidera el prófugo Puigdemont, o que los socialistas catalanes, que acaban de encumbrar a Colau en la Alcaldía de la Ciudad Condal, respalden la exhibición de símbolos independentistas en el Ayuntamiento. Sánchez rehúye las proclamas antimonárquicas de las formaciones republicanas y, sin embargo, ignora, como en otras ocasiones, el boicot que sus afectos soberanistas del Gobierno municipal de Tremp (Lérida) hicieron al Rey en la entrega de los despachos a los militares de la Academia de Talarn. El estómago del PSOE, otrora sensible en aderezos de Estado, digiere hoy racimos de granito.

Pedro Sánchez empuja a Pablo Iglesias al espacio residual. Algunos malpensados del prieto entorno de La Moncloa murmuran que el presidente nombraría ministro a Errejón antes que al desvalido líder podemita. Habrá que ver, aunque todo indica que a Sánchez le preocupa ahora que Iglesias claudique. Sus votos no le otorgan mayoría y sólo servirán para convertirlo de nuevo en reo de populistas y soberanistas. Quiere exhumar a Franco él solo. Ha superado dos Waterloo y su gurú Iván Redondo no le arrienda ganancia en el tercero. Pero a Sánchez se las ponen como a Fernando VII. Rivera, Iglesias y Abascal se esfuerzan en reconstruir el bipartidismo. Ciudadanos, el partido de centro, presunto moderador entre el PSOE y el PP hasta consolidarse como alternativa, ha caído en la crispación tras pecar de soberbia e insensatez. Sánchez también cuenta con la complicidad indirecta de Pablo Casado, quien, de forma inteligente, escabulle al PP de la algarabía y propone reformar la Ley Electoral para que gobierne el partido más votado. El jefe socialista está de acuerdo. EL CIS le garantiza la victoria. Salvo prodigio o suicidio, habrá nuevas elecciones. Y otro salto al vacío.

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