Análisis

Jesús Rodríguez

La presidencia de la plaza de toros de Jerez

El pasado sábado 13 asumí la presidencia de la plaza de toros de Jerez. Andaba la corrida por el quinto toro cuando, por mi negativa de conceder al matador anterior la segunda oreja (bronca espléndida), se escuchó una voz desde el público: “Presidente, eres más malo que Zapatero”.

De no estar ejerciendo ese cargo es posible que el pundonor me hubiera impulsado a responder (no lo creo, porque el insulto me parece más en la intención que en el oprobio mismo), pero ello resulta impensable en el presidente de una plaza de toros porque lo propio de su ejercicio es el silencio, el aguante y, como puntal de ambos, la conciencia.

Solo la conciencia ofrece el ánimo necesario para resistir pitos, insultos y abucheos que se podrían acallar enseguida cumpliendo el simple gesto de exhibir un pañuelo.

A mi parecer, sin embargo, esta solución -tentación- está, como decía, vedada al presidente de una corrida de toros, porque, desde el momento mismo en que alguien ocupa el palco, su dignidad personal queda diluida en otra mucho más grande: la dignidad de la Tauromaquia. El nombramiento le convierte en depositario de la tradición más rica, más civilizada y quizás más antigua de la cultura española.

Sin embargo, aun siendo una fiesta que hunde sus raíces en el tiempo, los Toros no son historia, sino tradición. La diferencia es trascendental porque la esencia de la historia está en el cambio continuo, mientras que la de la tradición reside, contrariamente, en la perpetuación. Tradición es lo que cada generación transmite a la siguiente por considerar que merece que perviva; de ahí que Carlos V sea historia y la Monarquía tradición… O llevado al mundo de los Toros: Francisco Romero es historia; la Tauromaquia, tradición. Por eso el torero de Ronda murió, y ya solo vive en los libros; mientras que su legado sigue vivo y pujante: el año pasado, la recaudación que hizo el Estado por la venta de entradas de toros (el IVA no engaña) fue cinco veces superior a lo ingresado por el cine y el teatro juntos.

Pues bien, esa tradición está hoy en las manos de todos los que participamos en la Tauromaquia: profesionales, ganaderos, empresarios, apoderados, presidentes de plaza, delegados gubernativos… Y, sobre todo, en las de los aficionados, a quienes nos corresponde una obligación moral trascendental: transmitir a nuestros hijos el riquísimo acervo cultural que hemos recibido de nuestros padres.

Al referirme a los aficionados he usado la primera persona del plural porque solo aficionado soy yo también… ¡Pero qué cambio este año!

Como aficionado, yo vivía feliz las tardes de toros. Si el torero, por un error o un descuido, quedaba desarmado, solo esperaba que se hiciera con la tela enseguida; si la faena se componía únicamente con pases o tandas sueltas, que no hubiera mucho intervalo entre ellas; si entraba la espada, que lo hiciera en sitio que el animal quedara pronto abatido…

Desde arriba en el palco, sin embargo, todo es un desasosiego. Si el toro desarma al matador me veo dibujando un palote en la página de mi libreta dedicada a la faena; si no hay ligazón en las tandas, una línea quebrada más o menos larga; si la espada no entra a la primera, una cruz… o dos o tres; si lo hace delantera o trasera, añado una d o una t… En resumen, que mi crónica de una faena se ha vuelto más cuaderno de egiptólogo que plana de caligrafía inglesa.

Pero no solo esto, sino que el toreo, que siempre consideré como una emoción, se me ha vuelto puro razonamiento. Ahora no me sirve el estremecimiento ante la belleza de un pase o el ejercicio de una suerte, sino que tengo que analizar si se ajusta a los cánones de la tauromaquia.

Aunque el colmo de toda esta complejidad está en los pañuelos. Hay quien sostiene que sacar o no sacar un pañuelo tras una faena es una resolución administrativa. Si es así, quienes disienten de ella tienen fácil su recurso: no necesitan otro argumento que el abucheo.

Lo malo del pañuelo como acto administrativo, sin embargo, es que no se puede motivar. No dispone la ley trámite alguno para que el presidente exponga las razones -acaso, atinadas- de por qué lo cuelga en la barandilla o por qué no… Y otra cosa peor: ese acto lo debe adoptar el presidente, junto con sus asesores, en unos pocos segundos, sin tiempo para el análisis sosegado. Cualquiera puede comprender que en estas condiciones es más fácil ser presidente de gobierno, que presidente de una plaza de toros.

A pesar de la bronca que recibí -y que hasta amigos considerarán merecida-, no me arrepiento de mi decisión de haber aceptado la presidencia de la plaza de toros. Es verdad que el mismo día, al acabar la corrida, tuve cierta duda cuando me enteré de que mi nieto Gonzalo, de cinco años, se había pasado -hasta que se lo llevó su madre de la plaza para que no se angustiara más- gritando desde la barrera, con los ojos llenos de lágrimas, a quienes me insultaban en los tendidos: “No le digáis eso al presidente, que es mi abuelo”.

Digo que esa duda desapareció enseguida porque gracias a esos insultos he descubierto en mi nieto una dignidad y una limpieza de corazón que me llenan de orgullo. Y será cosa de abuelo, pero veo más grandeza en su endeble protesta y en sus lágrimas de niño herido en su abuelo, que en aquellos de entre los que vociferaban que lo hacían espoleados no por la pureza de la Fiesta, sino por un nombre famoso… Aunque, la verdad, no solo por eso, sino también porque en su protesta contra lo que le parecía injusto he descubierto una incipiente inclinación por la defensa de otros, que puede resolverse quizás en que algún día, de mayor, ejerza de abogado. Como su abuelo y su bisabuelo.

En fin, que el año que viene, si allí seguimos, cuando el público pida una segunda oreja, decidiremos si concederla o no atendiendo, por supuesto al Reglamento, pero también a la conciencia de saber que ese pañuelo que se nos demanda es infinitamente más que un acto administrativo: representa la dignidad de la Tauromaquia y de la plaza de toros de Jerez.

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