A23 años de la ejecución de Miguel A. Blanco, muchos podrían afirmar que estamos mejor porque ETA no mata. Y es verdad, la banda convertida en partido político amedrenta, amenaza y agrede, pero no mata; eso sí, goza de una salud electoral que asquea- lo acabamos de constatar- y recibe pingues emolumentos de una nación a la que muestra repulsa continua. Varias décadas después y haciendo un ejercicio descarado de "capitán a posteriori", alguien podría pensar que los próceres de la Transición erraron al creer que insuflando aire al nacionalismo, calmaríamos a la bestia racista y excluyente. Pues no, miren. Novecientos muertos después y tantas familias destrozadas, no estamos mejor, porque BILDU-ETA no mata, pero tampoco ha sido derrotada. Vive con todo su rencor intacto, en comandita hoy con buena parte de eso que llamamos izquierda y que denominamos española, en forma de pacto de gobierno, de apoyo expreso en una comunidad o firmando acuerdos al alimón para tal o cual parcela de poder. No puedo dejar de evocar cada julio a Miguel A. Blanco -a los que nuestros jóvenes conocen si acaso como vaga referencia-, y sospechar que su sacrificio no ha valido para nada. De aquello no salimos más fuertes ni mejores, porque buena parte de la sociedad española mira lo ocurrido con displicencia; los nacionalistas que recogieron las nueces mientras ETA sacudía el árbol hablan desde la tribuna de oradores con chulería mientras los que alzan la voz por la afrenta son tachados de enemigos de la patria. Me acuerdo de Tomas y Valiente, de Buesa, de Portero y Ortega Lara, al que las hordas ultra progresistas recetan volver al zulo. No, no estamos mejor, sólo más tranquilos porque no hay muertos a la hora del telediario, pero el precio pagado por la paz sin honra es ignominioso, a la altura moral de nuestros inanes gobernantes.

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