Análisis

Fátima Ruiz de Lassaletta

El secreto del vino fino

Cuando en abril de 1968 volví del Valle de Napa, en California -adonde me había alargado desde el festival del vino en primavera de Nueva York invitada por Guinness, la distribuidora de Harveys allí- fue cuando me percaté de cuánto me interesaba el jerez, ese generoso, único y universal alrededor del que nací y yo misma había elegido para desarrollar mi recién iniciada vida profesional de veinteañera. Que por mi juventud e interés no me negaría nunca su atención, ningún enólogo ni capataz de chaqueta al que me dirigiese en mis recorridos -de promoción- por las bodegas y marcas que me emplearon, y que eran muchas.

Así, Toribio, Benítez, Romero (don Ramón), Navarro, Mancilla, Morrión, Pérez Pina, con sus venencias en ristre o catavinos en rostro durante casi toda la jornada laboral, se convirtieron por varios años en la diana de mis bombardeos de preguntas y de mis consecuentes 'tormentas de ideas', como poco antes había aprendido en la gran América vinícola: ¿Por qué está tan pálido este fino? ¿Por qué huele un poco a almendra verde? ¿Por qué está ligeramente salado? ¿Por qué…? Y de verdad que nunca me dejaron sin contestar cien preguntas u observaciones, ni me defraudaron por sus conocimientos y amor al jerez.

De esa manera, lo primero que aprendí fue que las soleras más tranquilas, aquellas que por razón de haber experimentado menos sacas o extracciones, eran las que contenían el fino más redondo al paladar, más fresco, mas envolvente. Rafael Navarro, quien con facilidad se 'veía' hasta 300 botas en una mañana -mirar y ver, pocas veces degustar-, recogiendo con certeza la venencia que su joven ayudante le lanzaba desde la distancia, encaramado hasta en la tercera altura de la andana de botas, me hacía observar la esplendidez de algunos 'recibos' especiales para rociar las mejores soleras de la casa bodeguera: "Mire lo que ha venido de Lacave… -me decía- una solera fina de Aramburu, que quita el sentido"; y cuando me la iba a llevar a la boca, apostillaba: "Huélala primero, que todavía huele a mar, su origen gaditano, de cuando allí criaban también nuestros vinos…" Y tenía que darle la razón, como cuando se hizo un recibo de Sancho, de El Puerto - antes que la adquiriera Domecq- . "…Y enseguida crió dos dedos de flor, mire qué paladar; la hemos alargado con las críaderas finas de la bodega Jardín de Picadueñas, de 1970 y 71, y mire cómo se ha crecido -celebraba-. Se nota que estamos reciente en primavera, aún hace fresco".

Con Paco Toribio, el químico-enólogo, que aún no se decía lo de director de producción ni de I+D, nos admirábamos ante la variedad de sabores de los vinos en La Arboledilla -antiguamente de González, hoy la catedral de Barbadillo-, mientras que Pérez Pina se apresuraba de bota en bota del plan bajo para mostrarnos una muestra aún más excelente. Más dorada, más aromática, más fina. Y en El Puerto, al lado de la estación -donde el falso 'boom' de la construcción convirtió hermosas naves en 'pitufos'-, el fino de Varela tenía una connotaciones florales y frutales que daba gloria; cuando los excelentes comerciales de extranjeros que fueron Domínguez o el ilustre señor Medina le pedían al capataz que sacara de 'su bota', de la bota de él, para las visitas importantes… "de la que está junto a la puerta del jardín de la crujía central, en corriente…" No son razones técnicas, es el saber del oficio y la costumbre, pero con fundamento. Siempre el fino frío, como mínimo a temperatura bodega.

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