Análisis

rogelio rodríguez

La sentencia está en manos de Felipe VI

Federico II El Grande dijo que "una corona es tan sólo un sombrero que deja pasar la lluvia"

La investigación que realiza el fiscal suizo Yves Bertossa sobre los negocios opacos y supuestamente delictivos de Juan Carlos I desvela casi a diario -y eso que está sub iudice- fragmentos de la trama impúdica que el gran monarca de la Transición urdió para gozo propio y deshonra institucional. Una ex amante despechada, Corinna Larsen; un testaferro experto en urdimbres societarias, Arturo Fasana, al que el Rey emérito conoció en 2006 en un almuerzo organizado por su controvertido primo Álvaro de Orleans; un abogado helvético versado en esconder fortunas, Dante Canonica, y la siniestra sombra del ex comisario Villarejo, hoy encarcelado, conforman el pútrido manantial de oprobios que muy probablemente conducirán al destierro, incluso a ser repudiado por su propio hijo y sucesor, al otrora ejemplar Jefe de Estado que renunció al poder absoluto que heredó de Franco para alumbrar la democracia más estable y fructífera de la historia de España.

El asunto es de una enorme complejidad y trascendencia, ya que ha menoscabado el crédito de la Corona y, si no se ataja, amenaza su futura continuidad. Pero el equilibrio constitucional gravita sobre la Monarquía parlamentaria, y su permanencia no puede quedar al albur de coyunturas o posibles fechorías personales de quien la rigió, por graves que estas sean, que faciliten a populistas republicanos y secesionistas la destrucción del sistema, que quizás no sea el idílico, pero sí el mejor con diferencia de cuantos relatan nuestros historiadores. La Primera República (11 de febrero de 1873 - 29 de diciembre de 1874) acabó en baño de sangre, y la segunda (14 de abril de 1931 - 1 de abril de 1939) desembocó en guerra civil.

En este sentido, es justo reconocer que el Gobierno que controla Pedro Sánchez, que no sus coaligados podemitas, ha reaccionado de manera inteligente y oportuna -a la fuerza ahorcan y por el patíbulo bufonea un tal Pablo Iglesias- al respaldar la figura de Felipe VI y, a modo de cortina estratégica, abrir el debate sobre el fin de la inviolabilidad del Rey. Las autoridades deben estar aforadas en las funciones propias de su cargo y mientras permanezcan en él, pero a partir de ahí tienen que responder como cualquier ciudadano. Acabar con la plena inviolabilidad del Monarca se ha convertido en una exigencia inexcusable, lo es desde la consolidación de la democracia, pero eso requiere reformar la Carta Magna, y abrir el melón constitucional con un Parlamento fragmentado sólo garantiza la propagación de conflictos añadidos a los muchos existentes.

Ni la Casa Real ni el Gobierno pueden permitir que el proceso judicial contra el Rey emérito se prolongue sine die. Dicten lo que dicten los tribunales, aunque casi todos creen que a Juan Carlos I lo salvará penalmente la campana de la prescripción, la sentencia más disuasoria depende de Felipe VI. Y hay que ponerse en sus reales zapatos. El rey de Prusia Federico II El Grande dijo que "una corona es tan sólo un sombrero que deja pasar la lluvia". Pues en La Zarzuela caen chuzos de punta.

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