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Análisis

Manuel sotelino

Un soplo de aire fresco

Recuerdo que uno de ellos me preguntó: "¿Tú quieres ver al Nazareno de Carmona?"

Hay un cofrade en la ciudad bastante orientado de cuyo nombre no quiero acordarme que en cierta ocasión me comentó que cada vez le interesaba más las semanas santas de otras poblaciones y menos la de nuestra localidad. Se sabe de memoria sus luces y sus sombras; y de tanto manosearla ha perdido el interés por ella. Me comentaba que cuando joven no entendía cómo aquellos viejos cofrades de los años setenta podían hablar más de las maravillas de las semanas santas de los pueblos cuando él contaba los días para que el pórtico del Miércoles de Ceniza renovara aquellos días del gozo. Eran tiempos en los que no había ni redes sociales ni programas 'semanasanteros'. Ni tan siquiera salidas extraordinarias. Era algo así como si las hermandades no cumplieran efemérides ni hubiera nada que recordar con un paso en las calles cuando la meteorología se pone la gabardina. Llegaba la Cuaresma y se respiraba a Semana Santa y a cofradías. Todo estaba bastante mejor ordenado y se vivía el tiempo cuando tocaba.

Ahora, este cofrade orientado cuyo nombre no recuerdo, entiende a aquellos veteranos curtidos en mil batallas. Y lo mismo le ocurre a este firmante de 'La Crestería' que, buscando un soplo de aire fresco, tomó la carrera -no me refiero a la de Porvera- y se puso en camino. Unos días para olvidar los plenos extraordinarios, los itinerarios y las dos mil carreras oficiales que dormitan bien guardadas en el cajón de cualquier 'capillita'.

La Rambla fue el primer destino. El nazareno de Juan de Mesa me esperaba y Juan Sierra también. Juan es el hermano mayor y el custodio de las costumbres del pueblo alfarero de Córdoba en el que decidió estar la portentosa imagen de Jesús que carga con los pecados del mundo. Nuestro Padre Jesús Nazareno, contaba Juan Sierra, salió casi de milagro en la madrugada del Viernes Santo pasado. Llovía a medianoche hasta que el cielo clareó y la cofradía decidía salir para hacer un recorrido más corto que la mantuvo en la calle cuatro horas (allí, afortunadamente, no existe carrera oficial). "Quizá la mejor salida que he vivido en toda mi vida", comentaba Juan mientras le brillaban los ojos con ese fervor que él tiene a su Señor de La Rambla.

Los milagros existen. Que a nadie le quepa la menor duda. Córdoba era el siguiente punto en el mapa. La ciudad de origen de aquel hombre "que esculpió a Dios", según rezaba la gran novela del entrañable, querido y siempre recordado compañero Fernando Carrasco. Juan de Mesa dejó inconclusa la imagen de la Piedad de las Angustias. Está en San Agustín y aquello estaba cerrado a cal y canto. Inconcluso también podría haber quedado el viaje de este cronista si no hubiera podido entrar en el atrio de la iglesia de San Agustín, donde la Santísima Virgen reside tras más de sesenta años en San Pablo tras problemas sufridos en la fábrica de la agustina iglesia. Tras mover algunos hilos en el pintoresco barrio, una súbita llamada al teléfono del viajero propiciaba el milagro. Era la voz de un hermano de la cofradía que me brindaba la posibilidad de abrir la iglesia por la tarde para visitarla. El barroco casi rococó recubría el gótico primigenio de la iglesia. La invasión francesa convirtió el templo en cuadras y hubo reformas que no sabe si sustrajeron encanto o añadieron belleza. Allí estaba aquella maravilla de Mesa. En un precioso camarín y subida sobre un peana barroca. El Señor muerto en los brazos de la Madre mostraba una iconografía que es obra cumbre del barroco andaluz. Una talla incomparable. El cenit, posiblemente, del maestro Juan de Mesa cuyas obras se cuentan como maravillas de la escultura. Si van a Córdoba, la visita a la Virgen de las Angustias es obligada. Que tenga usted suerte con la apertura del templo.

Tras el paso por el castillo de Almodóvar del Río y los restos de la Medina Azahara, el viajero pasaba por Carmona y pensó en el Nazareno que esculpiera Francisco de Ocampo para la cofradía de la preciosa población sevillana. Nazareno elegante tallado en madera con ricos estofados en su túnica mientras acaricia el madero del suplicio.

Sobre las cuatro de la tarde en la iglesia de San Bartolomé rezaba un cartel donde se podía leer que el oficio de Misa ya se había concluido y que hasta el día siguiente el templo se encontraría cerrado. Pensaba el viajero en lo complicado que sería volver a repetir el 'milagro' de San Agustín cuando en una taberna bien puesta justo al lado de un precioso mercado de abastos, entré por si acaso hubiera algún resquicio a la esperanza. "Creo que ya no abre pero pregunta a esa señora que está en la mesa de enfrente", me respondió un camarero. Solicitada la información sobre la iglesia de San Bartolomé, dos parejas tomaban unas cervezas para aliviar el calor imperante. Recuerdo que uno de ellos me miró a los ojos y me preguntó: "¿Tú quieres ver al Nazareno?". Aquella pregunta me confirmó que era posible el milagro de nuevo. Enriqueta era la sacristana de la parroquia y estaba ocupando sitio en la mesa. Me lo confirmó la otra pareja: Esther y Enrique. Así que nunca sabré agradecer que hiciera el esfuerzo de cruzar bajo el sol que daba de lleno hasta su casa para coger las llaves y llevarme hasta la iglesia donde me esperaba la obra de Ocampo. Una visita que tardaré mucho en olvidar por la gentileza de aquellos carmonenses.

Han sido unos días en los que no ha habido ni horarios ni itinerarios. Las filias y fobias quedaron atrás en una Semana Santa como la nuestra que debería de hacerse mirar muchas cosas. De aquellos días de fuerte canícula he vuelto a mis asuntos. Y de nuevo revolotean por la mesa de la redacción Gaitán, Porvera y plaza del Banco. Pecata minuta en comparación con las Angustias de Juan de Mesa o con la vista a Carmona. La carrera oficial puede esperar. Porque lo verdaderamente importante en todo este asunto de las cofradías es que existan cofrades y cristianos dispuestos a abrirte la puertas de la Iglesia. Gratis y sin interés alguno.

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