La tribuna

José Antonio Pérez Tapias

Abolición total de la pena de muerte

EN un verano cargado de tormentas falta sosiego para apreciar esas aguas que fluyen por pequeños regueros que hacen posibles grandes cosechas. Por ello, el momento es oportuno para llamar la atención sobre la reciente decisión del Gobierno español de remitir a las Cortes el Protocolo nº 13 al Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales del Consejo de Europa, que declara la abolición de la pena de muerte "en todas las circunstancias". Es un paso que faltaba desde el año 2002, cuando España firmó ese convenio, mas dejando pendiente la decisión del Ejecutivo para proceder a su ratificación parlamentaria.

Tal decisión abolicionista respecto a la pena de muerte es congruente con la política del Gobierno en esa materia, especialmente enfatizada por su presidente, así como con la trayectoria de nuestra democracia desde la Constitución de 1978. Rodríguez Zapatero ha propugnado en foros internacionales la necesidad de ir a la abolición de la pena de muerte y, entre tanto, la de una moratoria en cuanto a la aplicación de la misma allí donde esté vigente y, con más motivo, en cuanto a la ejecución de la pena capital donde haya sentencias que supongan tal castigo irreversible. Ya ha anunciado el presidente que en la próxima Asamblea General de la ONU volverá a insistir, como hizo en la anterior, en la propuesta de declarar una moratoria universal de ejecuciones en 2015 y proscribir la condena a muerte de enfermos psíquicos, discapacitados mentales o reos menores de edad en el momento de cometer el delito. Todavía están recientes sus palabras ante el parlamento de Togo cuando hace unos meses se aprobó la abolición de la pena de muerte en ese país -y no hay que infravalorar ni el hecho en sí ni esa visita española al máximo nivel-.

En cuanto al recorrido a partir de nuestra Constitución es obligado hacer hincapié en cómo en su artículo 15 quedaba abolida la pena capital, a la que nadie, sin excepción, puede ser condenado, mas con la posibilidad de perduración de dicha pena que en uno de sus apartados quedó recogida al aludir a "lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempo de guerra". La tensión introducida en nuestra Carta Magna con tal singularidad se vio amortiguada cuando en 1995 el Código Penal Militar suprimió la pena de muerte incluso en tiempo de guerra. No obstante, ahí estaba esa excepcionalidad que ahora, con la ratificación al mencionado protocolo del convenio antes citado, va a quedar firmemente neutralizada, a la espera de que se lleve a cabo la definitiva reforma constitucional en ese punto.

La ciudadanía española puede felicitarse de la decisión del Gobierno y del proceso que se llevará a cabo en el parlamento. Si hubiera un Kant redivivo entre nosotros vería en ello, aunque quizá con menos entusiasmo de como en su día percibió de esa manera a la Revolución Francesa, una señal del difícil progreso por el que avanzamos mediante la legalidad a los objetivos de humanización que señala la conciencia moral. Aboliendo la pena de muerte el Estado "se civiliza" más, situándose con mayor coherencia a la altura de esa dignidad humana que debe ser respetada siempre, incluso en el caso de aquéllos que delinquiendo no la han respetado, ni en los demás ni en sí mismos, al violar la dignidad de otros atentando contra sus derechos, incluido a veces el derecho a la vida.

Cuando el Estado democrático de derecho renuncia a llevar el principio de proporcionalidad hasta la pena máxima eleva su altura ética. No sólo queda atrás la "ley del talión", sino que se humaniza un derecho a través del cual ya renunciamos a aplicar la justicia con criterios sólo vindicativos -y, por supuesto, a que cada uno la busque por su mano-. Optamos por un Estado que alcanza mayor legitimidad con una abolición de la pena de muerte que supone un cambio sustancial en su soberanía al quedar autolimitada en cuestión tan crucial. También en este punto hemos dejado de estar de acuerdo con Hobbes, que en su Leviatán afirmaba del soberano político su "poder de vida y muerte", perteneciendo a ese poder ilimitado la capacidad de condenar a un súbdito a la pena capital según ley por aquél establecida. Es de celebrar, pues, que nos sumemos definitivamente a la comunidad de Estados en la que el poder de éstos ya no se entiende como trasunto de ninguna absolutista soberanía divina. Ojalá no tarde el día en que todos lo hagan.

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