Los abusos a menores por sacerdotes católicos son crímenes terribles; no se me ocurre mayor degradación que abusar de un niño. La decisión del Papa Francisco de abordar esta vieja y trágica realidad en una Cumbre pone a la Institución a la vanguardia del combate de lacra tan perversa. Sólo falta que Roma ponga en marcha medidas concretas que satisfaga a las víctimas y hagan justicia de tanto mal padecido. A los autores y sus encubridores, en la justicia canónica y penal, hasta el fondo y con todas sus consecuencias. Esta incuestionable evidencia no me hace perder de vista que en no pocas ocasiones y de forma interesada se desliza con sutileza mensajes nada veraces: la idea de que toda la Iglesia está podrida, que afecta a la mayoría de sus ministros, un mal generalizado, una corrupción sin remedio y para siempre. La gravedad de lo vivido no esconde la injusticia de su generalización. No existe una estadística fiable, pero lo que ocurre en el seno de la Iglesia no es diferente a lo que acontece en la intimidad del hogar familiar, ONGs, colegios o asociaciones deportivas. Es como afirmar que todos los padres, los entrenadores o los monitores son sospechosos. En España hay registro oficial de nada menos que 45.155 personas que no pueden trabajar con niños, aunque hay tan sólo una decena de sacerdotes condenados y otra decena de imputados. Este crimen no es exclusivo de curas católicos, ni vienen con un gen defectuoso; y eso que no escuchamos casos de ningún imán, rabino o pastor protestante afectado. Esto no disminuye un ápice la responsabilidad vaticana en su obligación de apartar a los pastores corruptos, pero la prudencia a la hora de calificar al conjunto de la iglesia ha de ser máxima, no vaya a ser que a poco que nos despistemos, ser católico se convierta en otro signo de sospecha más. Lo que faltaba.

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